lunes, 11 de noviembre de 2013

"Reformas, ¿algo más que retórica?"

La Voz de Galicia, Mercados, 10-XI-2013.

VALOR Y PRECIO

Xosé Carlos Arias

     REFORMAS, ¿ALGO MÁS QUE RETÓRICA?

Si hay un lugar común hoy en España sobre lo que necesitamos para afrontar con posibilidades de éxito los retos económicos de futuro es la necesidad de reformas: El vocablo reforma reúne todos los consensos…. que de inmediato se rompen cuando intentamos precisar de qué hablamos exactamente. Por lo que respecta al Gobierno, su planteamiento ha quedado explicitado en el llamado “Programa Nacional de Reformas”, cuya última versión es de este mismo año (el Programa se inició en 2005, bajo el Gobierno anterior, y se ha ido actualizando cada año). Al margen de lo que se pueda pensar de su orientación general y sus propuestas concretas –lo que se abordará aquí de inmediato-,  se trata de un documento de lectura recomendable que en algunas páginas acierta al presentar los actuales problemas de la economía española.
Según acaba de manifestar la vicepresidenta del Gobierno, de ese programa nuclear de la política económica, queda solo por abordar “algo menos del 10 por ciento”. ¿Es realmente así?. Una respuesta cerrada a este interrogante es difícil, pues, pareciendo una afirmación muy concreta, en realidad es incontrastable; si se refiere a que se ha hecho algo en relación con las muchas medidas específicas que se mencionan en el documento, puede ser cierto; pero si se trata de ver sus resultados,  la tarea se vuelve imposible, sobre todo porque el Programa apenas incluye cifras para los objetivos que define. Lo cual nos va acercando ya a una característica fundamental de ese afán “reformista”: su componente puramente retórico.
Sin embargo, con respecto a los efectos de muchas iniciativas sí vamos conociendo ya bastantes cosas, que en la mayoría de los casos no son precisamente positivas. Para mostrarlo, fijémonos en tres de las medidas propuestas, elegidas un tanto al azar, y contrastémoslo con ciertos hechos objetivos que nos ofrece la cruda realidad. La primera es la prioridad de “la lucha contra el fraude fiscal”: ¿cómo se puede lograr tal cosa si no aumentan los medios para la inspección fiscal? (España se encuentra entre los países europeos que menos gasto público dedica a esa función, con grandes diferencias con respecto a Alemania o Francia). Y recordemos que aún está muy reciente la amnistía fiscal del ministro Montoro: hay que forzar bastante los argumentos para concluir que con eso se crean incentivos para combatir efectivamente el fraude.
En segundo lugar, el Programa habla de la urgencia de “garantizar un funcionamiento competitivo y eficiente de los mercados” mediante un  nuevo marco de supervisión independiente.  Para ello se crea la nueva Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia de la que ya hemos hablado en otra columna (“Las agencias reguladoras y los jíbaros”, Mercados, 29 de septiembre): tal y como se ha definido el nuevo organismo, y dados los episodios que hemos conocido sobre algunos de sus principales nombramientos –que como se sabe recayeron en familiares directos de miembros del Gobierno- nada indica que vaya a servir al imprescindible fin de mejorar el funcionamiento de nuestros mercados, sobre los que pesan rémoras enormes y bien conocidas (por ejemplo, la fuerza de los oligopolios en algunos servicios clave, que distorsiona sensiblemente los precios). Es muy significativa la posición al respecto de algunos de los economistas liberales que aún hace bien poco acompañaban al Gobierno en sus presuntos afanes reformistas; sería el caso de Luis Garicano y otros miembros del grupo Fedea, quienes ahora critican fuertemente toda esa línea de actuación por ver en ella un ataque directo a la eficacia y la independencia en la regulación de algunos sectores fundamentales.
En tercer lugar, se habla de la necesidad de “modernizar la administración pública”. En este punto es obligado darle un margen al Gobierno, pues algunas de sus iniciativas pueden ser avances reales; por ejemplo, la Ley de Transparencia va desde luego por el buen camino, aunque no carezca de insuficiencias (detectadas, por ejemplo, por la organización Transparency International). Ya se sabe que los resultados en estas materias no son fáciles de medir; sin embargo contamos con algunos estudios internacionales que intentan ponerle cifras a esas variables de “calidad institucional” relacionadas con el funcionamiento administrativo. Uno de ellos, es Doing Business, elaborado por el grupo del Banco Mundial. Pues bien, los últimos datos para España de ese estudio –por cierto, muy discutido por su metodología- son muy negativos en lo que se refiere, por ejemplo, a “disfuncionalidades administrativas para poner en marcha una empresa” (España pasa de la posición 136 a la 142 en el conjunto mundial), y otras variables asociadas al impacto negativo de la burocracia. 
Todo ello por no aludir a aquellas otras propuestas reformistas –como las dirigidas a, supuestamente, mejorar la educación o la investigación y desarrollo- en las que el contraste entre retórica y realidad es abismal: casi todo lo que se hace va directamente contra lo que se dice que se desea alcanzar. Asuntos gravísimos que acabaremos pagando, no en los dos o tres próximos años, sino a lo largo de las próximas décadas. En las actuales circunstancias de destrucción de equipos científicos y tecnológicos que costó mucho tiempo y esfuerzo edificar, blasonar, por ejemplo, tal y como el Programa hace, de que la “nueva Estrategia Española de Ciencia y Tecnología…. establece un marco alineado para… la resolución de grandes retos sociales” (página 72), parece una broma pesada.
Además de todo eso están, naturalmente, las reformas más emblemáticas de Mariano Rajoy: la laboral, la del sistema de pensiones (en la cual ahora no podremos entrar) y la  financiera. De esta última hay poco que decir, porque se denomina así lo que en realidad no es más que una reestructuración acentuada de las entidades de crédito y un proceso creciente de oligopolización: la genuina e importantísima reforma financiera que hay que hacer solo tiene sentido ahora mismo en el ámbito europeo.
Desde que hace veinte meses se aprobó la reforma laboral, los contratos en precario se han extendido y la tasa de desempleo ha crecido en más de cuatro puntos porcentuales: es un resultado que no extraña, pues es consistente con la experiencia internacional, que muestra que en las crisis agudas ese tipo de reformas apenas tienen éxito (evidenciado, por ejemplo, por en un conocido artículo de Campos, Hsiao y Nugent de 2010). Es factible que el nuevo marco legal permita que el crecimiento, cuando lo haya de verdad y no en tasas hemeopáticas, sea más intensivo en empleo. Pero, mientras tanto, lo único intensivo es el paro. Eso sí, como efecto inducido está favoreciendo la devaluación interna por la vía de la presión sobre los salarios (que en este momento son ya, en media, un 20 por ciento inferiores a la media de Alemania, Francia e Italia), lo que ahora mismo constituye la única política económica interna en el país. Un resultado cuanto menos dudoso. 
Como reflexión de fondo sobre todo lo anterior, cabe afirmar que sobre estos asuntos no hay ninguna teoría general, que no es posible hacer afirmaciones definitivas, pero sí construir algunos argumentos sólidos basados en la lógica y en la experiencia. Y en esa dirección, todo lleva a desestimar tres razonamientos muy usuales acerca de las posibilidades de éxito de las reformas económicas. El primero de ellos sostiene que en las crisis las reformas son más probable y exitosas: puede ocurrir así en determinados casos, pero la ya comentada experiencia de las reformas laborales debiera llevar a descartar de inmediato su validez en términos generales: si un reforma en ese ámbito se hubiera llevado adelante en España durante los años de expansión –ya fuera por la vía danesa de la “flexiseguridad” o por la alemana de la flexibilidad interna en las empresas- es seguro que nos hubiéramos ahorrado muchos disgustos recientes. Ahora, en cambio, la reforma realizada hace que los disgustos se multipliquen.
El segundo argumento es que la presión externa constituye un medio muy adecuado para inducir las reformas económicas, pues la impopularidad que conllevan para el gobernante reformista hace que muchas veces las condiciones políticas internas conduzcan al mantenimiento del statu quo. Un planteamiento que en este momento parece hacer de la necesidad virtud: gracias a la presión del BCE y la troika estamos haciendo lo que necesitamos y, si fuera por nosotros mismos, nunca haríamos. Sin embargo, la historia reciente de España muestra algo muy diferente: fue entre 1978 y 1993 cuando la dinámica reformista fue más intensa en la economía. Por el contrario, el proceso hacia la consolidación del euro, que trajo muchos elementos positivos, no estimuló precisamente aquella dinámica: es más que sabido que la pertenencia al club del euro proporcionaba una apariencia de que todo iba por el buen camino, creando el mejor escenario para el aplazamiento sin fecha de las reformas.
Pero la idea más peligrosa podría ser la tercera: la de que el verdadero reformista usa las coyunturas políticas favorables –por ejemplo una clara mayoría absoluta- para llevar adelante su programa a toda costa, mientras que la búsqueda de amplios acuerdos para definir los cambios estructurales no hacen más que desvirtuar el contenido de estos. Es cierto que con frecuencia los consensos se hacen imposibles, y los gobiernos tienen el deber de tomar decisiones. No hablamos, sin embargo, de política ordinaria, sino de transformaciones profundas, y la experiencia muestra que estas últimas suelen ser insostenibles –y por tanto, reviertan más pronto que tarde- si no cuentan con suficiente apoyo social. Además, no es raro que los costes relacionados con el deterioro del clima social y la extensión del malestar acaben siendo mayores que los eventuales beneficios económicos de la reforma. Algo que ahora mismo estamos comprobando y que acaso vaya a más en los próximos años.