Entre 1980 y
2008, un fantasma conquistó el mundo: la ilusión de que las modernas finanzas
habían alcanzado al fin, simultáneamente, el máximo de eficiencia y seguridad.
La dinámica de innovación, desregulación y apertura internacional habrían
conducido a una situación casi ideal en la que la actuación de los operadores
en los mercados financieros era considerada como plenamente racional y los
mercados en su conjunto se concebían como infalibles. Dado que eso ocurría en
un contexto económico en el que los flujos de capital se expansionaban sin
cesar, pronto se pensó que estábamos ante la garantía de un crecimiento sin fin
para muchas décadas. Podíamos, por tanto, despreocuparnos de que sobrevinieran
recesiones, crisis, esas molestias del pasado.
Teorías no
faltaban para demostrarlo. La llamada Hipótesis de Mercados Eficientes pasó a
dominar la moderna teoría de las finanzas, lo que se tradujo en que allá por el
ahora tan lejano 2008, quien no profesara esa creencia era tratado entre los
grandes académicos de la materia –lo ha dicho Robert Shiller- “como lo sería un
astrólogo en un congreso de astronomía”. Pero la cosa no quedó ahí: lo
verdaderamente importante es que esa visión se trasladó con fuerza a algunos de
los principales actores de la política económica –en gobiernos o bancos
centrales- de los grandes países. El mejor y más conocido ejemplo fue el de
Alan Greenspan, durante casi veinte años máximo responsable de la Reserva
Federal norteamericana.
Durante todo
ese tiempo, Grenspan era
considerado como una especie de gran gurú, alguien que nunca se
equivocaba, pues dominaba como nadie los mecanismos, las técnicas de intervención
que garantizaban el óptimo funcionamiento de los mercados (aunque más bien
sería lo contrario, pues lo que puso en marcha fue precisamente la
desregulación o autorregulación plena de las finanzas). El mensaje de que con
Greenspan al frente los norteamericanos podían estar tranquilos resonaba por
todas partes, y en todo caso él mismo se encargaba de pregonarlo en sus
distintas publicaciones. La prueba más significativa de ese estado de opinión
fue el libro hagiográfico que le dedicó el periodista Bob Woodward (famoso por
haber destapado con Carl Bernstein el asunto Watergate), que llevaba el casi
increíble título de “Maestro” (así,
en español).
Pero el mundo
ha cambiado mucho en estos años y una obra como esa ahora causaría estupor. Al
menos es lo que se deduce de la lectura del último libro del propio Greenspan, “The Map and the Territory” (Penguin,
2013), en el que revisa en profundidad algunos de sus viejos dogmas. No todas,
desde luego, pues sigue siendo un ultraconservador que desconfía de cualquier intervención
pública en la economía. Pero sí es muy revelador su cambio radical con respecto
a las finanzas, a las que ahora parece ver como un gran peligro, como algo a lo
que hay que prestar atención si no queremos que su evolución descontrolada
acabe por traer consecuencias funestas al conjunto de la economía y la
sociedad. Ahora asegura que “las finanzas son enteramente distintas del resto
de la economía, pues pueden devenir en irracionales y dominadas por ‘animal spirits’ …”. El Greenspan de 2007
sencillamente se habría reído de eso.
Es también interesante que el otro gran
actor de la política económica reciente que creyó firmemente en aquellas ideas
de infalibilidad de los mercados financieros, el ex primer ministro británico
Gordon Brown, haya hecho una revisión aún más profunda y completa que la de
Greenspan. Bienvenidas sean todas las autocríticas, pero a los millones de
ciudadanos que han pagado las consecuencias de aquella arrogante quimera
seguramente no les sirva de consuelo.