lunes, 27 de mayo de 2013

"Políticas monetarias: una nueva agenda"

X. C. Arias y J. F. Teixeira (2013): "Políticas monetarias: una nueva agenda", XI Jornadas Internacionales de Política Económica, Bilbao, mayo.

Resumen



Las políticas monetarias experimentaron una importante mutación con la llegada de la Gran Recesión: sus funciones básicas y sus mecanismos de intervención, firmemente establecidas durante las décadas precedentes, dejaron paso en 2008 a una forma de entender esa política decididamente no convencional. Esa línea, que podríamos denominar “heterodoxa” ha mantenido una continuidad básica –a diferencia de otras políticas macroeconómicas- en la mayoría de los países entre 2008 y 2013. Ahora, sin embargo, podría estar abriéndose hacia nuevos escenarios. En este trabajo se analizan, en primer lugar, las políticas monetarias efectivamente dispuestas en los principales países industrializados a  lo largo de los años  de crisis; y en segundo lugar, se estudia el debate abierto sobre las perspectivas de esta política a largo plazo: una nueva concepción de la política monetaria podría estar dibujándose en torno a una revisión de sus objetivos de inflación; su mayor imbricación con la dinámica  de  la  regulación  financiera;  su  redefinición  en  un  mundo  de  posibles mayores controles de capital; e incluso las crecientes dudas en torno a un elemento fundamental de su configuración institucional, la independencia de los bancos centrales.


1.  PLENA  HETERODOXIA:  LAS  POLÍTICAS  MONETARIAS  ENTRE

2008 Y 2013



Durante la llamada Gran Moderación, es decir el período que abarca desde c.

1980 a 2007, la política monetaria se fue adaptando de un modo progresivo a la idea de que el conjunto de la política económica debía mantenerse en niveles de escaso


protagonismo (“política de grado cero”), y atenerse en la mayor medida posible a reglas pre-establecidas (“rules rather than discretion”): su criterio más general era que la política óptima es aquella que favorece la obtención de las máximas ganancias de credibilidad ante los mercados de capital. Mercados que fueron los verdaderos protagonistas del proceso de expansión de esas décadas, después de sus procesos de transformación cuantitativa y cualitativa. Los mercados financieros internacionales en términos relativos multiplicaron al menos por tres sus niveles operativos en esos años; pero también avanzaron en una dinámica, favorecida por la revolución informacional, de fuerte innovación, desregulación y apertura generalizada de la cuenta de capital, lo que los convirtió en la concepción generalmente aceptada- en “omnipotentes, omnipresentes y omniscientes” (Arias y Costas, 2012; 2013).
En ese contexto, las políticas fiscales fueron las que de un modo más destacado acusaron  esa  condición  pasiva,  al  estar  su  concepción  teórica  crecientemente dominada por la idea de “equivalencia ricardiana”. De ese modo, el mix de políticas macroeconómicas vigente en las décadas de la postguerra dejó paso a una nueva situación desequilibrada a favor de las políticas monetarias  El papel de estas últimas políticas poco a poco se fue redefiniendo en torno a los siguientes criterios: 1) La estabilidad de precios en la mayoría de los casos, con máximos de inflación del 2 %;, en Japón incluso menos, 1 %- era la referencia para el conjunto de la estrategia macroeconómica, convirtiéndose en el objetivo absoluto, y en el caso europeo exclusivo, de las políticas monetarias: el inflation targeting fijaba la orientación de estas políticas. 2) La estabilidad de precios se entendía como sinónimo de estabilidad económica general y garantía de finanzas equilibradas. 3) La credibilidad del banco central era la clave de bóveda para alcanzar los objetivos anteriores, para lo cual era imprescindible su máximo grado de independencia del poder político; así una gran mayoría de entidades emisoras fueron cambiando su definición institucional, para consagrar ese principio como inviolable. 4) No pocos bancos centrales aplicaron una regla simple (la llamada regla de Taylor) para la instrumentación de la política monetaria. 5) Las políticas monetarias se fueron separando cada vez más de la regulación de las entidades de financiación: ambas se entendían como dos prácticas distintas, bien diferencias, que en la mayoría de los casos (como los del Reino Unido o la eurozona) incluso eran llevadas adelante por organismos distintos.
La configuración de las acciones de política monetaria en torno a lo que ha venido  en  llamarse  el  esquema  de  “inflation  targeting” se  convirtió  en  los  años


noventa en el esquema de referencia de las políticas antiinflacionistas. El indudable éxito en el proceso de “desinflación” que se produjo durante la década, tanto países en desarrollo como países de alto nivel de renta, explica el progresivo acercamiento de bancos centrales con tradiciones muy dispares a una misma forma de intervención (véase la figura 1).   En efecto, Nueva Zelanda que fue el país pionero adoptó este esquema de intervención en 1990, fue seguido por Canadá, Reino Unido y Suecia los años siguientes. España se acercó a este esquema en 1995 una vez que la reformas del Sistema Monetario Europeo ampliaron la autonomía de la política monetaria liberándola  de  la  estrecha  disciplina  cambiaria;  hacia  el  final  de  la  década  y  a principios del nuevo siglo, lo hicieron Brasil, Chile, Colombia, México y también economías desarrolladas como Corea, Noruega o Islandia entre otras.1


Figura 1:

Evolución de los precios en EEUU (CPI) y Zona Euro (HIPC)


Fuente: Elaboración propia. Datos recogidos de Eurostat y Bureau of Labor Statictics (United States
Department of Labor).

Este esquema de intervención se configura en torno a una estrategia de un solo nivel, con ausencia de objetivos intermedios, mediante el cual la autoridad monetaria


1  Curiosamente  en mayo de 2007, a las puertas de la crisis financiera,  el esquema fue adoptado  por el primer ps africano, Ghana. En Roger, S. (2009) se encuentra  una lista completa de 29 los países que


persigue el objetivo inflacionista mediante el control de una variable operativa, por lo común, una variable precios. Además, la autoridad observa la evolución de un conjunto numeroso de variables que informan sobre la evolución de la economía y del  mercado  monetario  y  financiero  y  del  tipo  de  cambio,  pero  sin  que  la constatación de cambios en esas variables justifiquen acciones del Banco Central. Así definiendo un objetivo claro en el medio plazo, las acciones monetarias se justifican por la consecución de tal objetivo. En efecto, el esquema del “inflation targeting” supone que la autoridad monetaria explicita de forma transparente y clara un objetivo cifrado de inflación, como primer objetivo al que se subordina cualquier otro objetivo, así como su estrategia y aplicación de medidas. Es decir, los agentes económicos pueden seguir y prever con gran precisión, las acciones del Banco Central. Además, el Banco Central debe instrumentar su política en un régimen de total o muy amplia autonomía, lo que lo convierte en el principal responsable de la política de estabilización. Una mezcla entre reglas (conocidas por los agentes económicos) y discrecionalidad (en la medida en que se hace un seguimiento pormenorizado de la evolución de variables informativas), parecen converger en el esquema “inflation targeting”.
Cabe señalar, con todo, que la aplicación efectiva de este esquema, que se fue adaptando a las sucesión de los acontecimientos económicos, no fue plena. Muchos países aceptaron incrementos temporales en sus niveles de inflación como consecuencia de la influencia de los  altos precios del petróleo y  otras materias primas, siempre y cuando considerasen que las expectativas de inflación a medio plazo siguiesen ancladas en sus objetivos. De ahí que se haya acuñado la expresión de “flexible inflation targeting” para referirse a ese amplio conjunto de experiencias de política monetaria.
Los buenos resultados mencionados en materia de estabilidad de precios, produjo la impresión, fomentada desde organismos internacionales y los más influyentes círculos académicos, de que gracias entre oras cosas a esta idea de la política monetaria óptima-, al fin se había alcanzado una economía sin ciclos, lo que permitió que los banqueros centrales se convirtieran en figuras reverenciales, por encima del bien y del mal, cuyas opiniones casi nadie se atrevía a discutir (el ejemplo
de Alan Greenspan es paradigmático) (Engelen et al., 2012). Sin embargo, por debajo



adoptaron este esquema de política monetaria.


de todo eso, y sin duda relacionado con la creciente desregulación y los descuidos de la supervisión bancaria (que era consistente con la propia idea de estabilidad y racionalidad general de la dinámica de los mercados financieros) se fue formando la gran bolsa de las finanzas desmesuradas y fuera de control que explotó en Estados Unidos en el verano de 2007, y en todo el mundo a partir de septiembre de 2008.
Todo este panorama cambió radicalmente con la llegada de la gran crisis financiera. Es sabido que, en cuestión de horas, la pretensión de haber alcanzado al fin una economía sin ciclos, con una estabilidad básica perdurable en el largo plazo, dio paso al temor generalizado de estar ante una nueva Gran Depresión, pues era aquel momento histórico la única posibilidad realista de comparación con el desastre que ahora sobrevenía. A partir de ese momento, y con ese fin “evitar como sea otra Gran Depresión”- se ponen en marcha políticas extraordinariamente heterodoxas en todos los ámbitos de la gestión macroeconómica: políticas fiscales de estimulación masiva de la demanda, casi sin límites (además de, en no pocos casos, operaciones de salvamento bancario con cargo a los presupuestos públicos), y políticas monetarias ultraexpansivas que intentaban actuar desde todos los frentes, es decir, tanto sobre precios y como sobre cantidades de dinero.
Atendiendo al conjunto del periodo 2008-2013, hay una diferencia fundamental entre políticas fiscales y monetarias: mientras estas últimas, tal y como aquí mostraremos, mantuvieron una línea de cierta continuidad, las últimas pasaron por fases muy distintas, cuando no de orientaciones absolutamente contrapuestas. La política generalizada de expansión de demanda se mantuvo claramente hasta finales de
2009 en casi todos los países desarrollados, pero poco después dio paso sobre todo en los países de la eurozona, pero también en otros como el Reino Unido y Japón- a una estrategia de austeridad compulsiva y generaliza, con el objetivo de alcanzar la consolidación fiscal en el mínimo tiempo posible. Ambas políticas fiscales, de signo tan opuesto, compartieron sin embargo algunas características: ambas fueron improvisadas en origen; provocaron virajes radicales respecto de la situación anterior; resultaron necesarias en su momento (tanto para evitar el hundimiento productivo en
2008-2009 como para afrontar los gravísimos desequilibrios de las cuentas públicas en

2010), pero fueron desmesuradas en su aplicación; en consecuencia ambas generaron efectos perversos, la colocación de la deuda pública en sendas insostenibles, en el primer caso, y la llegada de una nueva recesión a numerosos países (la segunda en cuatro años, lo cual no acontecía desde cuatro décadas atrás).


Este último punto es importante para nuestro argumento general, pues entre

2010 y 2013 en la mayoría de los países, la única vía abierta para combatir las fuertes tendencias contractivas que estaban muy presentes era la monetaria, obligada a introducir algún tipo de elemento compensatorio de los ajustes presupuestarios contractivos. En cualquier caso, todo indica que la política de austeridad fiscal inmoderada ha llegado ya a sus límites: un creciente consenso se va extendiendo sobre sus excesivos costes, no sólo identificando una relación directa entre intensidad de la consolidación fiscal y recesión  (y aquí la revisión de los cálculos sobre el verdadero valor   del   multiplicador  presupuestario  ha   sido   decisiva,  al   pasar   el   cálculo generalmente aceptado, de en torno a 0,5, a más o menos el triple: Blanchard y Leight,
2013; Auerbach y Gorodnichenko, 2012; De Long y Summers, 2012), sino también porque el propio objetivo de la consolidación fiscal se hace de muy difícil cumplimiento: debido a los efectos perversos inducidos sobre la recaudación, se constata que cuanto más intensa es la austeridad, mayor es el aumento del porcentaje de la deuda pública sobre el PIB (De Grauwe y Ji, 2013).
Pero no se trata solamente de una acumulación de argumentos en contra de la continuidad de la política de extrema austeridad; desde principios de 2013 se observa que algunos gobiernos importantes se van alejando de esa concepción, de un modo moderado en el caso británico, pero muy radical en el japonés (en Estados Unidos, la incertidumbre sobre el presupuesto procede de factores relacionados con la cruda lucha política: nos referimos a la permanencia del famoso abismo fiscal). En la UEM, por su parte, la presión creciente de algunos países para el cambio de rumbo, no ha dado aún sus frutos, pero movimientos de fondo parecen estar gestándose en esa línea. Cabe conjeturar, por tanto que con carácter general la políticas fiscales se encaminan hacia una nueva fase, la tercera desde 2008.
En el caso de las políticas monetarias, como ya hemos destacado, no se produjo esa línea de cambios diametrales, sino que avanzaron en una línea de mayor continuidad, por mucho que existieran diferencias significativas en la actuación de unos bancos centrales y otros. En lo fundamental, entre 2008 y 2013, la necesidad de afrontar un durísimo credit crunch y el temor a los efectos de un prolongado proceso de desapalancamiento, provocó que los tipos de interés se mantuvieran en niveles muy bajos en todas partes: en el otoño de 2008, los cuatro grandes bancos centrales bajaron sus tipos de interés básico, que se mantuvieron en niveles históricamente bajos hasta hoy: próximos a cero (por debajo de 0,25% en Japón, Estados Unidos y Gran Bretaña;


por debajo de 1 % en la UEM, en términos nominales: véanse las figuras 2 y 3). Además, los balances de todos los bancos emisores mantuvieran una línea de crecimiento constante, llegando a más que triplicarse en el caso de la Reserva Federal (véanse las figuras 4 y 5).


Figura 2

Evolución del tipo de descuento en Estados Unidos


Fuente: IMF



Figura 3

Evolución del tipo de descuento en la UEM























Fuente: IMF


Pero, como ya hemos destacado, aún compartiendo algunas características, hubo diferencias en la trayectoria de las políticas monetarias en distintos países. En general, la más importante línea de demarcación cabe encontrarla entre el BCE y el resto de los grandes bancos emisores: mientras la Reserva Federal, el Banco de Japón y el Banco de Inglaterra asumieron con total conciencia su condición de prestamistas de última instancia, no ocurrió así en el caso del BCE: no se trata de una cuestión de interpretación a posteriori, sino que radicó precisamente ahí una de las mayores controversias dentro del propio consejo del eurobanco, con un parte de sus miembros – sobre todo el representante del Bundesbank- negando radicalmente que el BCE tuviera esa función (que suelen recoger desde hace mucho tiempo los anuales de banca central), en tanto que otros la reclamaban. Ello provocó que la actuación general del BCE fuese mucho menos coherente a lo largo de los últimos cinco años que la del resto de los bancos centrales, lo que trajo a la política monetaria europea unas oscilaciones que no vemos, por ejemplo, en el caso de Estados Unidos.
Para entender esa diferencia es necesario destacar un trascendente fenómeno de fondo: las concepciones básicas acerca del funcionamiento de la economía, el modo en qué la dinámica financiera incide sobre el sector real, y la propia idea de política económica, experimentaron transformaciones bastante profundas como consecuencia de la Gran Recesión entre los dirigentes de la Reserva Federal (como en gran medida ocurrió también en otras grandes organizaciones antes dominadas totalmente por la extrema ortodoxia del libre mercado, como el Fondo Monetario y el BIS de Basilea). En cambio, el banco radicado en Francfort continuó en gran medida apegado a las concepciones que predominaron entre 1990 y 2007. Sobre todo, esto último se manifestó en que, en muchos momentos, el impulso fundamental de su política se debió a “la necesidad de mantener la credibilidad antiinflacionista del propio BCE”. Es decir, exactamente el mismo móvil de comportamiento de, digamos, 2005, con la diferencia de que ahora el principal enemigo, en muchos momentos, no ha sido la inflación, sino la presencia de profundas tendencias deflacionistas.
Esta   incapacidad   para   dejar   atrás   viejas   concepciones   y   criterios   es directamente responsable de dos graves errores de dirección política cometidos por el BCE en dos momentos concretos, los comienzos de los veranos de 2008 y 2011: justamente cuando cabía atisbar ya la inminencia de contextos fuertemente recesivos, se decidió la subida de los tipos de intervención en Europa, decisión que fue obligado revertir poco tiempo más tarde. Probablemente el efecto real de esa decisión fue


pequeño (a diferencia de otra equivocación, ésta de carácter más general, que inmediatamente identificaremos), dada su escasa duración, pero resulta extraordinariamente revelador del ambiente y las concepciones básicas predominantes en el eurobanco: el miedo a una fantasmagórica inflación ha seguido atando en buena medida sus manos, en un entorno de fuertes amenazas contractivas. Por lo demás, parece bastante claro que la agitación en los precios que se vio en algunos momentos en estos años tuvo que ver casi exclusivamente con los costes en origen de ciertas materias primas; es decir, la única dinámica inflacionista real fue de inflación de costes (de costes no salariales), en ningún caso de demanda2: no parece, en ningún caso, que una política monetaria restrictiva sea el mecanismo adecuado apara atajar ese tipo de dinámica inflacionista.
Más interesante y controvertida que la política de tipos del BCE ha sido su estrategia  de  intervención  cuantitativa.  En  este  punto  es  necesario  constatar  tres hechos. Primero, los procedimientos de intervención apenas han cambiado en relación con los que estaban operativos antes de la crisis (el único cambio significativo las operaciones de OMT, de las que luego hablaremos). Segundo, la línea de expansión monetaria ha sido muy tímida, y manifiestamente insuficiente para las necesidades de los sectores productivos de la eurozona, principalmente en los países sometidos a duros procesos de desapalancamiento. De un modo acertado, Barry Eichengreen se ha referido a ello como “la fatal inhibición del BCE” (Eichengreen, 2012). Fatal porque la manifiesta insuficiencia de su apoyo a la liquidez en muchos momentos entre 2008 y finales de 2011, consecuencia de las dudas o de la ya mencionada negación de su función de prestamista de última instancia, es causa principal de los problemas en muchos países de la periferia europea. Ese gravísimo fallo de la política monetaria ha sido determinante para que la otra política macroeconómica, la austeridad fiscal extrema, tuviera las nefastas consecuencias que hemos constatado (De Grauwe y Ji,
2013).

La situación cambió de un modo muy marcado a lo largo de 2012, cuando el BCE utilizó reiteradamente dos instrumentos muy poderosos de su arsenal que estaban prácticamente inéditos: en primer lugar, las sucesivas rondas de ampliación de liquidez, contribuyeron a relajar de un modo extraordinario


2 Así lo sugiere el hecho de que la inflación subyacente apenas ha evolucionado al alza durante todo este


las condiciones de estabilidad financiera en el continente. Pero si su efecto fue contundente en ese plano, sus repercusiones efectivas sobre la marcha de la economía han sido prácticamente nulas: los canales de transmisión hacia las actividades productivas  estuvieron  prácticamente  bloqueadas  por  el  deseo  de  los  bancos  de atesorar liquidez, colapsándose la velocidad de circulación. Es decir, una persistencia de la situación de trampa de la liquidez, con la que la economía de muchos países desarrollados ha convivido desde 2008.   Por otra parte, la neutralidad de las operaciones de liquidez desde el punto de vista de una política monetaria activa ha sido enfatizada por el propio BCE, al subrayar que las compras de títulos deben ser esterilizadas, es decir, no afectar a la oferta monetaria o la inflación
En  segundo  lugar,  hizo  aparición  el  viejo  y  potente  instrumento  de  la persuasión moral: la simple advertencia por parte de Mario Draghi de que el Banco utilizaría toda su potencia de fuego con el fin de salvar el euro, sirvió para encauzar el comportamiento de los inversores respecto a la deuda pública y privada de los países de la eurozona, eliminando sus componentes más especulativos3. La constatación de este hecho que el simple anuncio de poner en marcha una política más proactiva surtiera fulminantes efectos- sirve para acreditar lo acertado de las afirmaciones anteriores en torno a las consecuencias funestas de la no-política de los dos años precedentes.
La línea de actuación de la Reserva Federal fue mucho más decidida y coherente. Su presidente, Ben Bernanke, había sido responsable de la inacción de la autoridad  monetaria  norteamericana  en  2006  y  2007,  incluso  cuando  ya  había explotado la burbuja de los créditos subprime4. Sin embargo, su reacción inmediata después de la quiebra de Lehman Brothers fue fulminante: Bernanke fue uno de los primeros policymakers de primer nivel en el mundo en percibir en ese momento la gravedad de la amenaza, y uno de los responsables de poner en marcha la estrategia de luchas con todos los medios posibles para “evitar otra Gran Depresión”. Sin duda,
influyó mucho en ello el hecho de tratarse de uno de los expertos académicos más



período (véase la figura 2).
3    Tomando   como   indicador   el   comportamiento   de   los   spreads   de   la   deuda   soberana,   de   los aproximadamente  600 puntos básicos de sobrecoste del bono español a largo plazo frente al alemán en el difícil  momento  de  agosto  de  2012  cuando  se produjo  ese  anuncio  por  parte  de  Draghi-,  todos  los análisis  apuntaban  que  entre  250  y 300  correspondían  al riesgo  de colapso  del euro.  Ese  análisis  ha quedado confirmado por la bajada del spread a porcentajes de 300-350 puntos, después de la notable minoración de ese riesgo.
4 Así lo acreditan las Actas de las reuniones de la Reserva Federal de 2007, publicadas en enero de 2013.


destacados en el conocimiento del componente monetario de la gran crisis de los años treinta: Bernanke es afín a la idea de Milton Friedman y Anna Schwartz según la cual fueron los errores de la Reserva Federal, restringiendo el crédito entre 1930 y 1932, lo que convirtió algo que, según ellos, no hubiera pasado de una fuerte pero momentánea contracción, en la enorme catástrofe que efectivamente acabó siendo (Friedman y Schwartz, 1963). No es momento para entrar en la validez de este argumento, que ha generado enormes controversias, pero cabe constatar el efecto benéfico que ha tenido a partir de 2008: la política monetaria norteamericana se ha mantenido en un cauce expansivo continuado, de un modo tal que, en gran medida, cabe afirmar que la política monetaria llevó la carga de la lucha contra la crisis entre 2008 y 2013. Y dado que en tiempos de deflación y credit crunch la política monetaria tiende a ser menos efectiva para conseguir sus efectivos, ésa pudiera ser una de las causes centrales de la gran duración de esta crisis.
Figura 4

Evolución de la base monetaria en Estados Unidos


Fuente: Board of Governors, FRS.



Esa política expansiva avanzó en todos los frentes: a) Tipos de interés nominal de entre 0 y 0,25 %. b) Creación constante de liquidez a través de la quantitative easing,  una  política no  convencional que  ha  contribuido a  mantener abiertos los canales del crédito en aquella economía, a pesar de los avances del desapalancamiento, mayores en Estados Unidos que en Europa (McKinsey Global, 2012), haciendo crecer desmesuradamente el balance del propio FRS; las tres sucesivas rondas de estímulos


monetarios (QE1, QE2 y QE3) han buscado decididamente el objetivo de crecimiento económico, vinculando sus programas, al menos en el último caso, a la necesidad de reducir el desempleo c) Además de lo anterior, el uso de todo tipo de procedimientos para alcanzar los objetivos de liquidez, despreocupándose de la meta de estabilidad de precios: desde la generación de crédito directamente por el propio banco central a las empresas, a las operaciones masivas de monetización del déficit (algo que había sido demonizado durante mucho años).


Figura 5

Velocidad de circulación de M2 en Estados Unidos


Fuente: Federal Reserve Bank of St. Louis



Aunque los dirigentes del FRS han repetido que, dadas las previsiones de crecimiento económico y la persistencia de amenazas diversas, esa política se mantendrá al menos hasta 2015, cada vez son más fuertes los indicios de que está agotando sus posibilidades de generar efectos positivos más allá del estricto corto plazo. Ya es mucho el tiempo transcurrido con tipos de interés de casi cero y con medidas de carácter extraordinario: con el tiempo, su efecto general va quedando progresivamente diluido, empezando a producirse situaciones patológicas: mientras que una parte de la economía las empresas y familias en mejor situación financiera- podrían acceder fácilmente al crédito, pero no lo hacen (y un riesgo adicional sería que empezaran a hacerlo con desmesura dadas las condiciones financieras muy favorables, originándose nuevas burbujas en sectores muy localizados), lo principal de los sectores


productivos y familias de menor renta, siguen teniendo en gran medida bloqueado el acceso al crédito (Roubini, 2013). En términos generales, y en palabras de Claudio Borio, “una agresiva y prolongada expansión monetaria, a través de medidas sobre el tipo de interés o cuantitativas, como respuesta a la explosión de un gran boom financiero, tiene serias limitaciones, que reflejan la naturaleza de la contracción económica y su impacto sobre el mecanismo de transmisión de la política” (Borio,
2011).

Los límites de la política monetaria en Estados Unidos, por tanto, parecen haber sido ya alcanzados o estar a punto de alcanzarse. Puesto que los ritmos de la actividad económica real, aun siendo mayores que los europeos, siguen dibujando allí un panorama escasamente pujante, el escenario de la política macroeconómica en aquel país pudiera estar también en proceso de cambio: según comienza a reconocer la propia administración demócrata, éste sería el momento de atender la reiterada reclamación de economistas como J. Stiglitz, P. Krugman o B. De Long de que la política fiscal adquiera un mayor protagonismo para intentar recuperar una senda firme de crecimiento. Sin embargo, como ya hemos mencionado, el mal resuelto conflicto político entre los poderes ejecutivo y legislativo amenaza con bloquear las posibilidades de esa política, introduciendo elementos muy fuertes de incertidumbre para  el  rumbo  de  esa  economía, pero  también por  sus  posibles  efectos  sobre  el conjunto de la economía internacional (lo que ha sido denominado fiscal cliff).
Los casos del Banco de Japón y el Banco de Inglaterra son quizá menos interesantes para los años 2008-2012 (cuando su actuación estuvo en todo caso más próxima a la Reserva Federal que al BCE), pero en el arranque de 2013, en esos bancos centrales se han producido algunos cambios que sugieren que puede estar gestándose en ellos un cierto cambio de rumbo, no solamente en sus estrategias de intervención sobre la coyuntura, sino también, y sobre todo, una mutación de cierto calado en los conceptos mismos de política monetaria y banca central. Lo cual tiene que ver con el conjunto de cuestiones que se plantean en el siguiente apartado.


2. LAS POLÍTICAS MONETARIA EN UN HORIZONTE DE LARGO PLAZO


Su evolución a lo largo de los años de la gran crisis financiera obliga a concluir que, ahora mismo, las políticas monetarias son algo muy diferente de lo que eran en


2007.  Puede caber alguna duda de si habrá sido solamente fruto de las circunstancias excepcionales vividas en los últimos años, con lo que un eventual “retorno a la normalidad” nos retrotraería a la antigua concepción de esa política (aunque difícilmente la economía volverá a ser la misma de 2007). Sin embargo, los cambios han sido tan intensos, y la concepción acerca del dinero y el papel de las finanzas lo ha acusado tanto, que parece altamente improbable una simple restauración. Muy por el contario, hay algunos cambios que parecen ya bastante consolidados, en tanto que sobre algunos elementos constitutivos de fondo de la idea de política monetaria se han abierto notables controversias teóricas, de las que pudieran surgir nuevas líneas de cambio efectivo. En este apartado se aborda toda esa nueva problemática.
Esa revisión del papel de las políticas monetarias y sus métodos de aplicación se produce en un entorno de creciente debate teórico general sobre la macroeconomía, y también de profunda transformación de las percepciones sociales sobre la relación entre economía y finanzas. El debate sobre la nueva agenda de las políticas monetarias no se puede entender sin hacer referencia a los siguientes hechos de fondo:
A) En el razonamiento macroeconómico hemos asistido a un brusco retorno de la idea de ciclo. Además de la idea más tradicional de ciclo de negocios, al hablar de políticas monetarias, resalta en particular la noción de ciclo financiero, que la teoría de las  finanzas  que  predominaba antes  de  la  crisis  (dominada  por  la  Hipótesis  del Mercado  Eficiente) tendía  a  ignorar: en  palabras de  Claudio  Borio,  “la macroeconomía sin ciclo financiero es como Hamlet sin Príncipe” (Borio, 2012).
B) La crisis ha traído una idea muy distinta de las finanzas de la que predominaba antes de ella: no es precisamente una novedad, pues la historia de las crisis financieras del pasado demuestra que eso es lo que ocurre siempre tras el pinchazo de la euforia (Reinhart y Rogoff, 2009); el hecho de que las finanzas sean percibidas como los grandes villanos de esta crisis por amplios sectores de la sociedad (Shiller, 2012) y el miedo acumulado anuncian un largo período de reacciones conservadoras frente a los mercados de capital. En consecuencia, el papel de la regulación y la supervisión de las finanzas quedará notablemente reforzado, al margen de cualquier preferencia ideológica o teórica.
C) La historia de las finanzas muestra también que después de un período de crecimiento basado en una fuerte acumulación de deuda, sobreviene una fase de también  intenso  desapalancamiento:  eso  es  lo  que  cabe  esperar  para  muchas economías desarrolladas en un horizonte temporal de más o menos una década desde


el comienzo de la crisis (McKinsey Global, 2012; Reinhart y Rogoff, 2009). Ese hecho lastra   sin   duda   las   posibilidades   de   crecimiento   económico,   y   marcará   las orientaciones del conjunto de la política económica, situada permanentemente ante el dilema de elegir entre dos alternativas enfrentadas: favorecer el deleveraging general privado y público de un modo ordenado, frente a impulsar decididamente el crecimiento productivo: es lo que se ha llamado “gran trade-off” entre objetivos, como problema fundamental de la política económica en este tiempo (Arias y Costas, 2013). Cabe destacar en este punto que, cuando tanto el sector público como el privado se encuentran en pleno proceso de desapalancamiento, lo más frecuente es que se produzcan situaciones de deflación y trampa de la liquidez: todo ello conduce, obviamente, a que las políticas monetarias sean menos efectivas.
D) La obsesión por el problema de la inflación, aún persistiendo con fuerza en la  mentalidad  de  algunos  importantes  policymakers  (sobre  todo  en  el  centro  de Europa), está dejando paso rápidamente a una visión más matizada en la que lo anterior alterna con una preocupación creciente por la presencia de presiones deflacionistas de demanda.
E) La interacción entre efectos monetarios y  fiscales. En los últimos años se ha extendido la literatura que indaga en las relaciones entre ambos, y en ambos sentidos. En particular, en los nuevos análisis sobre el valor de los multiplicadores fiscales, aparece como un resultado claro que el impacto recesivo de los ajustes presupuestarios tiende a ser significativamente mayor en situaciones en que está dejando de surtir efecto por encontrarse ya en sus límites (Blanchard y Leight, 2013).
En toda esta revisión teórica sobre ideas básicas de política monetaria han jugado papeles muy destacados los equipos de investigación de algunos organismos internacionales: es muy revelador que algunos de ellos hayan desempeñado en el pasado  la función opuesta, es decir, la de guardianes de la más absoluta ortodoxia. En los últimos años, sin embargo, reflexiones muy innovadoras sobre políticas monetarias se han producido en el BIS de Basilea, y sobre todo en lo que tienen que ver con los controles de capital, en el Fondo Monetario. Son de destacar también los distintos estudios  e  informes  elaborados,  en  el  seno  de  la  Brookings  Institution,    por  el Committe on International Economic Policy and Reform, los cuales fueron firmados conjuntamente por un elenco de economistas tan destacados como Eichengreen, Rajan, Reinhart, Rodrik y Rogoff, entre otros.


En palabras de Charles Goodhart (2010), estos son años para una fuerte experimentación en materia de política monetaria. Las propuestas más frecuentadas para una redefinición de la agenda de esa políticas, de cara a la próxima década, avanzan en seis direcciones: la necesidad de mayor coordinación de los bancos centrales; la revisión de los objetivos, sustituyendo el control de la inflación por el output nominal como objetivo primario; la referencia a la estabilidad de precios sigue siendo de gran importancia, pero ampliando los márgenes para la definición del objetivo; la urgencia de integrar estrategias de control monetario y regulación prudencial; la adaptación de la política a un posible  entorno de mayores controles a los flujos supranacionales de capital; y el cuestionamiento del principio de independencia de  los  bancos  centrales. Las  cuatro  primeras líneas,  aún  sujetas  a debate, van adquiriendo un consenso creciente entre los expertos. Por el contrario, las dos últimas, de muy superior calado, originan vivas controversias: la diferencia está en que hace apenas un lustro se trataba de cuestiones presentadas como definitivamente cerradas, sin advertirse apenas posibilidades de cambio.
1) Revisión del “inflation targeting”

La llegada de los primeros síntomas de crisis financiera, a partir de verano de

2007, hizo saltar por los aires este esquema. Como sintetizan Blanchard y otros (2010) la crisis ha evidenciado la necesidad de ampliar el conjunto de objetivos de la intervención, dando cabida a variables relativas al producto o al precios de los activos. Además, la política monetaria no debe desplazar a la política de regulación en la búsqueda de objetivos de estabilización y, sobre todo, a la política fiscal mediante el uso de mejores y más eficientes estabilizadores automáticos.
El sustituto más probable del objetivo de inflación al menos, sobre el que parece ir extendiéndose un mayor grado de consenso- es el output nominal. Su definición es sencilla: si se pretende mantener la inflación en el 2 % y la expectativa de crecimiento del PIB real es de un 1 %, el objetivo de PIB nominal será de un 3
%.En realidad de lo que se trata es de introducir una pauta secuencial a la política monetaria, haciendo el objetivo de inflación quede condicionado a la evolución de la economía real: una meta de inflación baja para los periodos de expansión, y más alta durante  las  recesiones.  Obsérvese  que  se  trataría  de  una  especie  de  regla  de aplicación cambiante según las fases del ciclo. Como ha explicado G. Frankel, con un objetivo de ese tipo, hubiera sido más improbable que el BCE cometiera su error de julio de 2008, subiendo los tipos cuando la economía avanzaba hacia la recesión;


y por su parte, la Reserva Federal también se hubiera evitado su equivocación previa a la crisis, cuando mantuvo en 2004-2006- una línea de gran relajación monetaria, cuando el PIB nominal rondaba tasas de crecimiento del 6 % (Frankel, 2013). Naturalmente, como suele ocurrir con las reglas simples, su aplicación universal y acrítica puede acarrear también un importante peligro; pero es su capacidad de adaptación a la dinámica cíclica la que en las presentes circunstancias la hace particularmente atractiva.
2) Ampliación de los objetivos de inflación

Al margen de todas las consideraciones anteriores sobre el establecimiento de la no-inflación como objetivo absolutamente prioritario, o incluso exclusivo, de la política monetaria, en los último años se ha producido también un cambio notable en la propia noción de  tasa de inflación deseable. Como ya hemos dicho, antes de 2008 el límite que fijaba la mayoría de los bancos centrales en el mundo desarrollado era un 2 %. Aquí se ha producido una revisión profunda, consistente con la idea de que una inflación demasiado baja puede llegar a ser un problema si el entorno económico general está dominado por el desapalancamiento. Entre las diversas razones que se han manejado, destacan dos: en primer lugar, una inflación que se mantenga en tasas algo superiores  -digamos de un 4 o incluso un 6 %, pero en todo caso, estables- puede ser una vía adecuada para reducir el peso de la deuda; naturalmente, esto choca mucho con la ortodoxia establecida, pero no hay duda que es un medio menos costoso y traumático aunque tal vez menos democrático- de favorecer el recorte de los niveles de endeudamiento público o privado: no es peor, por ejemplo, que una quita del valor. Y en segundo lugar, objetivos demasiado bajos de inflación pueden hacer que los márgenes para desarrollar políticas monetarias efectivas en caso de que acechen problemas de credit crunch o trampa de la liquidez, sean demasiado estrechos: la ampliación de esos márgenes dotaría a los instrumentos de la política de mayor recorrido. No es raro, por tanto, que en los últimos años se hayan multiplicado las propuestas para ampliar las tasas/objetivo de inflación (por lo general, entre el 4 y el 6%), por parte de macroeconomistas de distintas tendencias, como Blanchard, De Long, Mankiw, o Rogoff.
3) Integración entre políticas monetarias y regulación prudencial

Como ya hemos destacado, antes de la crisis el control monetario y las tareas de regulación y supervisión financiera aparecían claramente demarcadas (de acuerdo a un implícito esquema tinbergeniano de “dos objetivos (estabilidad de precios y


estabilidad financiera)/ dos vías de instrumentación”. En numerosas ocasiones las dos políticas eran llevadas adelante por órganos distintos: en el caso británico, por ejemplo, el Banco de Inglaterra y una agencia regulatoria específica (Financial Services Authority); en los países de la UEM, por su parte, la demarcación estaba entre el BCE (definición de la política monetaria) y los viejos bancos centrales (que conservaron las tareas regulatorias).
En realidad, cuando en las décadas de expansión el control de las finanzas quedaba confinado a lo que se ha llamado “light-touch regulation”, muy centrada en los aspectos microprudenciales (es decir en la mera observación de si los bancos individuales estaban o no sanos) ésta podía parecer   una cuestión secundaria. Sin embargo, después de la experiencias de la crisis, con la evidencia de extraordinarios fallos regulatorios de nefastas consecuencias, esa situación no podía continuar (Committee, 2011). Ahora se acepta de un modo muy general la necesidad de garantizar la estabilidad del sistema financiero como un todo. Y al hacerlo surge con toda claridad la percepción de que las variables monetarias y financieras interactúan constantemente entre sí: el manejo de las herramientas macroprudenciales, por ejemplo, inducen cambios sobre variables macroeconómicas, como el crecimiento del crédito, el resultado de la balanza externa o el propio comportamientos de los precios;  y  es  obvio  que  las  decisiones  sobre  el  tipo  de  interés  afectan  a  las condiciones de la estabilidad financiera5.
Por lo demás, también va quedando atrás la idea de que la regulación financiera

consiste sólo en la introducción de mecanismos como los ratios de capital: también debiera utilizar otros que tienen un componente determinante de política monetaria, como las restricciones directas al crédito bancario (del tipo de las guías “loan-to- value”, LTV, o “debt service-to-income”, DTI). Lo cual refuerza la necesidad de integración de ambas políticas. No es extraño que en estos años haya habido ya un viraje a favor de llevar a la práctica esta nueva concepción. En Europa, por ejemplo, el diseño de la Unión Bancaria lo ha tenido en cuenta (a pesar  de haber quedado sin concretar algunos de sus aspectos iniciales más innovadores).
4) Mejor coordinación de los bancos centrales



5 La preocupación por las implicaciones que una asunción de tareas regulatorias por los bancos centrales tenda para sus posibilidades  de mantenimiento  como órganos independientes  (que s tarde examinaremos)  ha llevado  a algunos  relevantes  expertos  considerar  que esa fusión  de tareas  sería  un error. Es el caso de Charles Goodhart (váese Goodhart, 2010).


La dinámica transnacional de los flujos monetarios y financieros ha ido mostrando de un modo creciente su potencial desestabilizador: ante la fuerza de los movimientos de desbordamiento, no es raro que las crisis hayan sobrevenido cada vez con más efectos de contigüidad y contagio. Con la llegada de la Gran Recesión este problema se ha visto multiplicado, pues en no pocas ocasiones las autoridades nacionales de los diferentes países y áreas han optado por líneas de intervención diferente, cuando no contradictoria entre (todo ello a pesar de la retórica predominante en las cumbres del G-20). A pesar de haberse evitado, entre 2008 y
2013, guerras proteccionistas a gran escala, han sido numerosos los episodios de fuertes tensiones originadas por decisiones expresas sobre tipos de cambio o políticas monetarias laxas que presionaban las tasas a la baja. Además, se han ido abriendo diferencias  entre  los  sistemas  bancarios  y  sus  estructuras  regulatorias  de  los diferentes países (por ejemplo, la reforma norteamericana que surgió de la aplicación de la Volcker rule, frente a la europea, consecuencia de la aplicación limitada del informe De Larosière). Con todo ello, las dificultades de la coordinación de los diferentes bancos centrales se han hecho más explícitas.
Hay por tanto en amplio consenso teórico en subrayar la urgencia de esa mayor y  más  depurada  coordinación  en  la  definición  y  aplicación  de  las  políticas monetarias. Sin embargo, la experiencia reciente también ha originado un mayor escepticismo sobre las posibilidades efectivas de que se lleve a cabo. En último término, ello exigiría avanzar de un modo consistente hacia una nueva estructura de gobernanza financiera global, cuestión que a pesar de la mucha retórica que concita, apenas registra pasos efectivos en su dirección. Esta cuestión lleva directamente al punto siguiente.
5) ¿Hacia mayores controles de capital?

En la ideología económica predominante antes de 2008, la liberalización total de los flujos internacionales de capital era un dogma de primer rango. De nuevo, la acumulación de experiencias adversas a partir de aquel momento ha llevado a una impugnación cada vez más generalizada de esa idea: a diferencia de la inversión directa  o  la  toma  de  posiciones  a  largo  plazo  en  el  capital  de  las  empresas productivas, los movimientos especulativos a corto o cortísimo plazo han mostrado en estos años su enorme potencial desestabilizador, de donde surge un argumento muy poderoso para su estricto control. La vulnerabilidad de las economías ante las crisis  financieras  -asume  un  razonamiento  ahora  en  evidente  progresión-  se  ve


reducida extraordinariamente por la imposición de ese tipo de controles a una escala “sensata” y con criterios selectivos. Lo llamativo es que tales argumentos se han hecho fuertes en un organismo como el FMI (más concretamente en su oficina del economista jefe: véase sobre todo Ostry et al., 2010; Blanchard y Ostry, 2012)): a ese notabilísimo cambio de clima lo ha calificado Dani Rodrik como indicador clave del nacimiento de “una nueva era de las finanzas”.
La positiva experiencia práctica de algunos países, tanto emergentes (Brasil, Indonesia,  Tailandia)  como  desarrollados  (Corea  del  Sur,  Taiwan),  que  en  los últimos años han puesto en funcionamiento controles sobre las entradas de capital a corto plazo, también va avalando cada vez más ese cambio de clima intelectual. Combinado con las estructuras de regulación prudencial, los controles selectivos de capital pueden ser muy eficaces para evitar procesos de sobreapalancamiento. Naturalmente, la importancia de esta cuestión sería menor si las distintas economías consiguieran definir una eficiente estructura de gobernanza para la regulación global de las finanzas, y consiguientemente, un mecanismo para la efectiva coordinación de las políticas monetarias (todo ello sería la solución de primer óptimo). Sin embargo, la búsqueda de esa estructura ha mostrado a lo largo de los años de crisis como ya ocurriera en los últimos noventa- ser una gran quimera, por lo que sólo resta buscar la solución de segundo óptimo: una gestión efectiva de los flujos supranacionales de capital (Committee, 2012; Rodrik, 2012; Arias y Costas, 2012).
La mayor dificultad para una limitación en la libertad internacional de los flujos es de carácter tecnológico: si fue la dinámica de cambio en las tecnologías de la información lo que en gran medida impulsó la transformación cualitativa y la apertura generalizada de esos mercados en las décadas precedentes, y teniendo en cuenta que  la revolución informacional sólo puede ir a más en un futuro previsible, parece claro que no será fácil establecer procedimientos efectivos para el control de los flujos: cabe adivinar aquí una batalla continuada entre estado de la tecnología y decisión política, cuya interpretación resulta del máximo interés desde un punto de vista intelectual (Engelen et al., 2010).
En cualquier caso, la imposición de controles, que es evidente que traería consigo un escenario de cierta segmentación en las finanzas mundiales que no ha existido en las dos décadas anteriores, reduciría el peso de algunas importantes complicaciones de las políticas monetarias contemporáneas como los efectos de


spillover-  y  haría  más  fácil  y  operativa  su  instumentación  y  más  fluidos  sus mecanismos de transmisión internos.
6) ¿Hacia una limitación de la independencia de los bancos centrales?

La última cuestión que señalamos es sin duda la más relevante para una posible redefinición del papel de los bancos centrales, pero también la más controvertida e incierta: la posibilidad de un cambio en su estatuto legal, que elimine al menos una parte del grado importante de independencia operativa que muchos de ellos fueron adquiriendo a partir de 1990. Las razones para ese cambio tan generalizado en la definición de la estructura institucional de la política monetaria durante esos años son bien conocidas: un banco central independiente combate más eficazmente la inflación (no se olvide, objetivo de referencia en todo aquel período), bloquea las posibilidades de que la política monetaria se vea sometida a ciclos electorales (y  por  tanto,  evita  “sorpresas  inflacionistas”), adopta  decisiones con mayor capacidad técnica (en una política que es en sí misma técnicamente compleja), y  como  resultado  lógico  de  todo  lo  anterior,  permite que  la  política monetaria obtenga significativas ganancias de credibilidad (Cukierman, 1992).
La Gran Recesión ha puesto en cuestión ese principio de independencia, tanto en términos prácticos, como en lo que re refiere a su justificación intelectual. En primer lugar, al igual que ocurrió con las reglas de política fiscal,  fueron muchos los gobiernos que en su actuación concreta invadieron el ámbito de competencia de los banqueros  centrales,  vulnerando  así  la  norma  que  formalmente  protegía  su autonomía. Un caso reciente e importante es el del gobierno japonés de Shinzo Abe, que de un modo explícito ha puesto al gobernador del Banco de Japón, y a su política, bajo su control.
Para lo fines de este papel, sin embargo, lo que más importa es destacar el cambio en el clima intelectual: las principales razones que se suelen manejar para impugnar, o al menos matizar, la idea de independencia son las siguientes:
a) La necesidad de buscar una coordinación constante y efectiva con la política fiscal; o más aún, la idea de que ambas no son sino caras de una misma moneda: en el esquema anteriormente prevaleciente figuraban dos órganos independientes entre sí (banco central y parlamento, o si se prefiere ministerio de Finanzas) para llevar adelante, cada uno de ellos, una política (monetaria y fiscal), dirigida a alcanzar un objetivo (estabilidad de precios y pleno empleo). Pero dado que ni los objetivos ni las políticas son en realidad independientes, el hecho de que lo sean las autoridades,


puede originar un gran problema de consistencia general de la política económica (Bibow, 2004). Se trata de una asunto al que apenas se dio importancia durante los años de expansión, pero que ha adquirido una importancia capital con la crisis. En particular, la puesta en marcha de una política fiscal expansiva en 2008-2009, pero recuérdese nuestra afirmación de que pudiera regresar en alguna forma en 2013 o
2014-   puede acabar colisionando seriamente con cualquier estrategia monetaria independiente que no consista en expandir la base monetaria.
b) Está también el viejo y conocido problema metaeconómico de legitimación democrática de los organismos independientes que se imponen por encima de los órganos democráticos regulares: asunto grave, apenas considerado antes de 2008, pero que la nueva sensibilidad ante las consecuencias de la golden streitjacket impuesta por los mercados de capital a la política democrática, hace que se vea ahora, por parte de amplios colectivos, bajo otra luz.
c) También tiende a verse de un modo distinto el problema de la posibilidad de captura: siendo innegable que la mayoría de los banqueros centrales proceden del mundo de las altas finanzas (a principios de 2013, dos de los cuatro más importantes tuvieron que ver en el pasado con bancos de inversión), la posibilidad de que la política sirva a intereses específicos se ve reforzada; si sobre la actuación de los banqueros centrales se elimina o reduce significativamente- la capacidad de control político, el problema se hace casi irresoluble (Stiglitz, 2012). Es innegable que la tendencia a la integración entre política monetaria y regulación prudencial, destacada en el punto 3, coloca más interrogantes sobre el principio de independencia en relación con este punto.
En cualquier caso, es indiscutible que los argumentos a favor de la banca central independiente que arrancan de Bagehot y, más tarde, J.M. Keynes- son también muy poderosos. De hecho, algunos de los autores que más hemos citado en las páginas anteriores como Goodhart o Borio- son firmes partidarios del estatuto de independencia, basándose en aquellas razones, y se muestran preocupados con lo que pueda pasar a partir de ahora: muchas de sus propuestas de cambio son en realidad “conservadoras”, pues se justifican en su condición de necesarias para evitar que los gobiernos retomen un elevado grado de control sobre los bancos emisores.
En  todo  caso,  es  indudable  que  la  diferente  visión  del  problema  de  la estabilidad de precios condiciona mucho la respuesta que a partir de ahora se a esta otra cuestión: después de todo, ya ha quedado claro que es en sus éxitos en el


combate a la inflación donde cabe anotar el primer gran argumento a favor del modelo de independencia. El propio Bernanke ha afirmado que “es importante reconocer que el papel de un banco central independiente es diferente en entornos inflacionarios y deflacionarios. De cara a la inflación (…) la virtud de un banco central independiente es saber decir “no” al gobierno. (En los ciclos de desapalancamiento privado) sin embargo (…) una mayor cooperación por un tiempo con las autoridades fiscales no es inconsistente con la independencia de los bancos…” (tomado de Tett, 2013).
Por tanto, de cara a los próximos años, todo lo que constamos es que éste es un asunto incierto (Davies, 2013), cuya resolución dependerá mucho de las circunstancias que en cada país rodeen la relación entre gobierno y banco central. Pero también dependerá de que la actuación de este último sea capaz de adaptarse a un modelo de toma decisiones transparente y sujeto a accountability. La definición de mecanismos institucionales efectivos para conseguirlo constituye una línea adicional relevante para la reconstrucción de las políticas monetarias. En torno a esta cuestión se ha ido levantando en los últimos años una interesante corriente de literatura (véase, por ejemplo, Dorn, 2009); pero también algunos bancos, como la Reserva Federal, han introducido nuevos procedimientos para la revelación de información sobre sus procesos de toma de decisiones.


3. CONCLUSIÓN

Con la llegada de la gran crisis financiera, se constató el fracaso general de la idea  de  política  económica  óptima,  asociada  estrictamente  a  la  generación  de ganancias de credibilidad ante la golden streitjacket, que tanto había caracterizado al largo período de expansión previo a 2008. Las políticas monetarias, entendidas bajo un prisma teórico que las vinculaba directa y con frecuencia exclusivamente- con el objetivo de estabilidad de precios, bajo una definición institucional dominada por la idea de independencia del banco central, adquirieron con la crisis un inusitado protagonismo en la mayoría de los países desarrollados. Pero ese protagonismo vino de la mano de líneas concretas de intervención que tenían poco que ver con aquella concepción: los procedimientos de aplicación de la política se hicieron en algunos casos heterodoxos, radicalmente en algunos casos (como Estados Unidos) y con más matices y dudas en otros (la eurozona). En relación con ello, los viejos consensos teóricos se fueron desquebrajando, y las   nuevas propuestas dejaron un panorama


mucho  más complejo, cambiante y sujeto a controversias, en el que la superación de los objetivos de inflación, la integración de política monetaria y regulación prudencia, el establecimiento de controles sobre los flujos de capital e, incluso, una eventual revisión del estatuto de independencia de los bancos centrales, aparecen como relevantes cuestiones abiertas.


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