martes, 10 de septiembre de 2013

"Finanzas: control o barbarie" (con A. Costas)



Claves de Razón Práctica, 230, septiembre 2013: 82-91.
Finanzas: Control o barbarie
Xosé Carlos Arias y Antón Costas Catedráticos de Política económica en la Universidades de Vigo y Barcelona
En lo que constituye un famoso episodio de la historia contemporánea de las ideas, el filósofo Karl Popper, patriarca del pensamiento liberal, reconoció al final de sus días la necesidad ineludible de introducir controles y sistemas de regulación en un ámbito en el que identificó un peligro para la propia idea de civilización: el de la televisión. Popper supo ver que “cualquier poder, y sobre todo un poder gigantesco como el de la televisión, debe ser controlado”. Y no fue un simple comentario aislado: quien fuera el más genuino defensor de la sociedad abierta y el libre mercado llegó por entonces a afirmar que cuando estas ideas se convierten en dogmas absolutos constituyen un peligro para la propia libertad.
Rememorar ese fondo antidogmático del pensamiento popperiano resulta muy pertinente para encarar las soluciones posibles a un problema que ahora mismo se anuncia también, como lo fue la televisión para el filósofo vienés, como un peligro de primer rango: la realidad de los mercados de capital a gran escala y en la práctica globalizados y la creencia dogmática en su funcionamiento eficiente. Estaríamos ante otro de esos “productos del espíritu humano que aumentan de volumen hasta trascender y sobrepasar con creces la capacidad humana de absorción, comprensión, asimilación y dominio” de los que ha hablado Zygmunt Bauman en su libro reciente Daños colaterales (FCE, 2011).
El peligro letal al que nos referimos combina dos elementos muy distintos: por un lado, un enorme potencial desestabilizador sobre la economía y, por otro, una amenaza para la propia idea de democracia. Nos enfrentamos a un dilema: o se consigue meter de nuevo al genio desbocado de las finanzas en la botella, haciéndolo funcional para la economía y la democracia, o seguiremos teniendo fenómenos frecuentes de inestabilidad. De momento, las reformas y medidas puestas en marcha para embridar a ese genio no son alentadoras.Apoteosis del capitalismo financiero
En la moderna globalización, desarrollada a partir de los años ochenta, los mercados de capital se han ido convirtiendo en un fenómeno cada vez más elefantiásico y sofisticado. Su dinámica de transformación ha sido consecuencia de tres tendencias básicas que han interactuado simultánea y complementariamente: la desregulación, la intensísima innovación financiera y la apertura generalizada de la cuenta de capital (es decir, la casi plena internacionalización). Detrás de esos tres factores y haciéndolos posibles está otro fenómeno decisivo de la vida contemporánea: la revolución de los flujos de información. Si bien ha marcado su impronta en muchos aspectos de la realidad social, quizá en ninguno lo haya hecho con la intensidad con que se ha manifestado en los sistemas financieros.
Con el uso masivo de las nuevas tecnologías de la información, se registró una carrera casi infinita para generar nuevos productos y servicios de financiación, cada vez más complejos y artificiosos. En muchas ocasiones se hizo para superar regulaciones y controles públicos sobre los instrumentos de deuda. La consecuencia fue que las tendencias a la innovación y a la desregulación financiera se alimentaron mutuamente, en una espiral cada vez más fuera de control por parte de las autoridades públicas. Sobre todo porque esa dinámica se produjo en un contexto de creciente, casi imparable, internacionalización: podría decirse que la globalización contemporánea es un fenómeno fundamentalmente financiero. No es que la apertura de las economías no haya avanzado también en los ámbitos del comercio o los movimientos de población. Pero en estos últimos campos la superación de las barreras nacionales estuvo sujeta a múltiples limitaciones (piénsese, por ejemplo, que políticas tan importantes como la Política Agraria Común europea contiene en sí misma un elemento proteccionista de primer orden). Eso no ocurrió con las finanzas, en donde la abolición de los controles sobre los flujos de capital se llevó al extremo. Por otra parte, es importante mencionar que esa cualidad global de los mercados financieros no fue acompañada por un cambio en la escala de las estructuras de regulación, las cuales apenas se movieron de su tradicional dimensión nacional.
La transformación tecnológica, innovadora y desreguladora a gran escala hizo que los mercados de capital sean prácticamente irreconocibles respecto a cómo eran en
1980. Tal como hemos mostrado en nuestro libro La torre de la arrogancia (Ariel, 2a edición, 2012), en aquel momento “esos mercados poseían una encarnadura física, cara, nombres y ubicación geográfica reconocibles. Tenían además unos códigos de conducta y de valoración contrastables. Ahora, en cambio, eso ya no ocurre. Los llamados mercados carecen de rasgos que los identifiquen y personalicen (...). Con ello, el espacio de negociación entre las partes prácticamente ha desaparecido”. Todo lo cual, además, se produjo en un entorno de ruptura temporal, de aceleración continua y creciente: un dato revelador es que si en 1945 un inversor norteamericano medio mantenía su cartera de acciones durante cuatro años, en 2008 el plazo se había reducido a dos meses. Las perspectivas de ganancia a corto o cortísimo plazo se han hecho dueñas de las finanzas, de modo que el ritmo de las inversiones especulativas se ha ido haciendo más y más frenético, de modo que la imagen más veraz de los mercados de capital es la de un conjunto de grandes computadoras que aplican modelos matemáticos de gran sofisticación a la realización de miles de operaciones en un instante (para lo cual ya se habla de nanosegundos). El horripilante mito de las máquinas que toman decisiones vitales para la vida de las personas cobra aquí atisbos de realidad.
Si todo lo anterior nos habla de una mutación cualitativa completa de las finanzas, también es importante constatar el salto registrado en su magnitud cuantitativa. Según datos generalmente aceptados, si en 1980 los activos financieros en circulación representaban un 109 por ciento del PIB mundial, en 2007 ese porcentaje era ya del 343 por ciento (multiplicando por más de diez el volumen del comercio internacional). Con ser datos significativos, hay que tener en cuenta que la crisis ha puesto dramáticamente de manifiesto que una parte muy importante de los activos financieros se encontraba –se encuentra todavía hoy- fuera de cualquier posibilidad, ya no de control, sino de un mero conocimiento e identificación contable. Es el mundo de la banca en la sombra, señalada hoy por algunos organismos internacionales como una gran bomba de tiempo sobre nuestras cabezas. Y en esas condiciones no cabe extrañarse de que en algunas de las principales economías los niveles totales de deuda, pública y privada, excedan con mucho lo que son capaces de producir en un año (superior al 500 por ciento en Japón y el Reino Unido; al 300 por ciento en España, Italia y Francia; y próximo a ese porcentaje en Estados Unidos).
Podemos, por tanto, concluir que la economía de las últimas décadas ha presenciado la eclosión de una nueva y original fase de evolución: la del capitalismo hiperfinanciero, en el que los instrumentos de deuda juegan un papel mucho más importante y activo que en cualquier momento en el pasado. Esa especie de alquimia de las finanzas transforma dudosas operaciones de alto riesgo en inversiones atractivas. Su efecto sobre la productividad de la economía es muy cuestionable (como muestra A. Torrero, 2012. “Sistema Financiero y productividad económica”, IAES).
¿Cómo fue posible que durante muchos años no se detectara el peligro potencial que representaba ese estado de cosas para nuestras economías y sociedades? Por una razón sencilla: fueron décadas en las que se extendió la ilusión de estabilidad y prosperidad indefinida. La quimera de haber alcanzado al fin un estado de racionalidad general de la vida económica se impuso no sólo en la mentalidad de las élites, sino en la de amplios sectores sociales. El razonamiento económico predominante, al sostener que el estado de la ciencia permitía hablar del fin de los ciclos económicos, tuvo una gran influencia al alimentar esta quimera. Esta cuestión es fundamental, pues sólo la generalizada percepción de ausencia de peligro que traía consigo esa mentalidad explica el grado en el que se llegaron a considerar como sobrantes –un mero estorbo- los principios de precaución y control.
Frente a eso, de poco servían las documentadas advertencias que durante mucho tiempo hicieron historiadores de las finanzas de la talla de Charles Kindleberger y Hyman Minsky, quienes repetidamente dieron cuenta de un patrón clásico de repetición de las crisis financieras: a las fases de euforia siguen pinchazos de las burbujas acumuladas, y a estos fases duras y más o menos largas de desendeudamiento (véase, sobre todo, el espléndido ensayo de Kindleberger Manías, pánicos y cracs, Ariel, 1991). Pero autores como Kindleberger –tan reeditado en los últimos años- apenas tuvieron lectores en los años de expansión. Tampoco las aportaciones de algunos teóricos de la economía –como George Akerlof y Joseph Stiglitz-, que supieron detectar en las finanzas fallos de mercados sistemáticos, como los asociados a la información asimétrica, tuvieron repercusiones prácticas en aquel mundo de imaginada estabilidad inninterrumpida.
Un juicio equilibrado obliga a reconocer que la expansión de las finanzas globales ha traído consigo alguna consecuencia muy positiva. Particularmente destacable es su papel como palanca para el impulso de algunas innovaciones decisivas para la modernización productiva: sin algunos productos financieros de alto riesgo probablemente no hubiera habido “milagros de emprendedores de garaje”, es decir, difícilmente Google o Facebook hubieran tenido lugar. Pero junto a esto, ya a mediados de la década pasada eran observables algunas importantes perversiones que el hiperdesarrollo financiero acarreaba. Entre ellas, merece ser subrayado el impacto negativo sobre las distribución de la renta en el mundo industrializado (entre otros, lo acaba de demostrar James Galbraith en Inequality and Instability, Oxford University Press, 2012), sobre todo a través de sus efectos regresivos sobre los sistemas fiscales.
Ahora sabemos que el modelo financiero de las últimas décadas descansaba sobre dos contradicciones fundamentales. La primera, es que el asentamiento de la idea de racionalidad y estabilidad social coincidió con la etapa en que la banca en la sombra, las operaciones fuera de balance y eso que se ha llamado el casino global alcanzaban magnitudes desconocidas. La segunda, que frente a las finanzas globalizadas, las estructuras de regulación seguían siendo locales o nacionales. Contradicciones difícilmente superables, a las que el mundo desarrollado ha tenido que hacer frente, en las peores condiciones, a partir de 2008.
Reformas incipientes, incompletas, inconstantes
La espiral destructiva que tanta fuerza tomó en la economía internacional desde el momento de la quiebra de Lehman Brothers cambió radicalmente la percepción sobre las finanzas globales. Espoleado por dirigentes que percibieron muy pronto lo que se venía encima, como el británico Gordon Brown, el G-20 se reunió por primera vez en Washington en el otoño de 2008 con el propósito de romper aquella espiral. Uno de los puntos básicos era levantar una nueva arquitectura financiera global. Desde entonces, han transcurrido ya más de cuatro años, y es momento de preguntarse si se han registrado avances reales y significativos en ese campo. La respuesta es negativa.
Algunos pequeños cambios sí ha habido, que no se deben menospreciar: se han aprobado nuevas normas de regulación prudencial (la que se establece sobre niveles de
riesgo) en el marco del Comité de Basilea (el llamado Basilea III), que suponen algún grado de reforzamiento de las estructuras de capital de las entidades bancarias. Al mismo tiempo, se han multiplicado las iniciativas para hacer operativa la tasa Tobin, la cual su propio autor justificaba como un medio para “poner arena en la grasa” de los movimientos internacionales de capital a corto plazo.
Pero, en términos generales, todo eso es muy poca cosa, y, además, no ha entrado todavía en vigor. Reformas mucho más importantes que se fueron enunciando se han quedado por el camino: nada se ha avanzado en la creación de un nuevo prestamista internacional de último recurso, ni de un regulador global de crisis (o un Tribunal de quiebras, o un organismo de aseguramiento de depósitos a esa escala). Ni siquiera se han introducido cambios efectivos en el funcionamiento de agencias ya existentes, como el Fondo Monetario Internacional. Todo lo cual lleva a concluir que las reiteradas invocaciones a la nueva gobernanza global no han pasado en ningún momento de la mera retórica. Pareciera que los gobiernos, resignados como están a ceder soberanía económica a los mercados de capital, no lo están en absoluto si se trata de órganos de poder político supranacional.
Si lo anterior es cierto, entonces es indudable que la economía internacional sigue viviendo sobre un magma de peligrosas contradicciones. De cara a superarlas, aunque todavía se está a tiempo de afrontar las reformas fundamentales hasta ahora relegadas, lo que va pareciendo cada vez más probable es la opción alternativa: la de desandar al menos una parte del camino de la plena internacionalización de los flujos financieros. Es decir, una mayor segmentación de los mercados financieros globales, hasta hace poco tiempo descartada, se muestra ahora como algo mucho más probable. El economista de la Universidad de Harvard Dani Rodrik lo viene explicando convincentemente desde hace algún tiempo (sobre todo en su libro La paradoja de la globalización, A. Bosch, 2011).
Por eso, resulta mucho más realista pensar en reformas financieras nacionales; o relativas a áreas de integración económica, como la eurozona. Pues bien, también en ese terreno las reformas producidas hasta el momento son bastante decepcionantes. En Estados Unidos sí se ha dado algún paso de cierta entidad para evitar la acumulación excesiva de riesgos (como la aprobación de la llamada regla Volcker, que busca la
separación de la banca de inversión y la de depósito). En Europa, por su parte, se ha reforzado la presión regulatoria sobre operaciones de riesgo desmesurado (como los seguros de impago o los intercambios bajistas en los mercados de deuda) y otras en exceso proclives al fraude (como las tristemente famosas opciones preferentes, que han dado lugar a un gran escándalo social en España).
Sin negar que todo eso va en la buena dirección, resulta evidente que se trata de respuestas demasiado tímidas para la envergadura de los problemas que encaramos. La capacidad de supervisión bancaria ha registrado sólo ligeros avances, al igual que su transparencia (como quedó acreditado por los resultados de los stress tests a los bancos, que en algunos casos al poco tiempo quedaron desmentidos por los hechos). En realidad cabe concluir que no ha habido reformas nacionales o regionales profundas dirigidas a mantener embridado el peligro que representan unos sistemas financieros que mueven tan ingentes cantidades de fondos. Lo cual es en parte sorprendente, si se tiene en cuenta que ese término –“reforma”- suena a todas horas cuando los poderes establecidos hablan de lo que hay que hacer para solucionar, por ejemplo, los problemas españoles o italianos. Sin embargo, las reformas más genuinas –aquellas que hacen referencia al problema principal y originario- van quedando en lo fundamental en el olvido. El economista norteamericano Simon Johnson ha mostrado en distintos trabajos (véase además de su famoso artículo “The Quite Coup”, The Athlantic, 2009, el libro 13 Bankers, Pantheon, 2010) que la explicación fundamental de ese bloqueo está en la enorme capacidad que los banqueros tienen para evitar que el poder político reduzca sus grados de libertad y elimine sus malas prácticas. En todo ello hay, sin duda, un importante problema de índole moral.
Finanzas y democracia: un problema civilizatorio
Por si todo lo destacado en los párrafos anteriores no se considera suficientemente amenazador, hay que añadir la condición de “peligro para la civilización” de los actuales mercados de capital globalizados; su continuado acecho a una idea genuina de democracia, traspasando en numerosos ocasiones todo límite razonable. La impresión de que “ahora mandan los mercados” por encima de los gobiernos se extiende por todas partes: desde los propios gobernantes (el “no hago la política que quiero hacer” de Mariano Rajoy) hasta todo tipo de titulares de prensa o resultados de encuestas. Todo ello constituye un fenómeno muy real de verdadera camisa de fuerza a la toma
de decisiones democrática, que ha venido acompañando desde hace varias décadas, de un modo creciente, los avances del capitalismo financiero hacia su apoteosis.
El deterioro democrático ha ido a más desde el comienzo de la crisis, con nuevas y cada vez más preocupantes vueltas de tuerca. La ocupación de puestos clave en gobiernos y organismos internacionales por parte de antiguos gestores de bancos de inversión, principal nido de la serpiente de los presentes desastres, no es el menor de ellos. De modo que a nadie extraña hoy que los dos últimos informes del Democracy Index de The Economist Intelligence Unit se titulen “La democracia en peligro” y “La democracia en retirada”. Tampoco sorprende que un pensador tan templado –y plenamente ubicado en el liberalismo- como Michael Ignatieff afirme que “El Estado no está para proteger... las apuestas fracasadas de los mercados. Las democracias tienen que vigilar al capitalismo como águilas, y no lo están haciendo. El problema es la irresponsabilidad de los mercados...” (declaraciones a El País, noviembre de 2012). Nadie mejor que Amartya Sen ha resumido estos problemas para el caso europeo: “Detener la marginalización de la tradición democrática en Europa presenta una urgencia difícil de exagerar” (“The Crisis of European Democracy”).
Democratizar las finanzas y someter a control eficaz los movimientos internacionales de capital debiera ser una prioridad absoluta para los gobiernos. Como hemos visto, su actual funcionamiento provoca deterioro de la democracia y es una bomba de tiempo para la economía. Al recordar a Popper, hemos querido destacar que esta cuestión trasciende el debate izquierda/derecha. Aun cuando hay que reconocer que la ahora tambaleante socialdemocracia debiera empezar firmemente por ahí la reconstrucción de su discurso. Que va más allá lo demuestra que incluso algunos de sus principales beneficiarios, como los lúcidos empresarios Warren Buffet –autor de la expresión “armas financieras de destrucción masiva”- o George Soros –quien por cierto es un popperiano convencido-, hayan abogado por urgentes y decididas reformas regulatorias sobre los movimientos de capital. En estos asuntos, cuanto menos excitación, y más aburrimiento, mejor.
Entiéndase que en ningún momento defendemos que haya que desandar todo el camino de la moderna globalización financiera, que en algunos puntos ha sido positiva. Se trata de corregir su desmesura con reformas específicas que permitan
grados de segmentación de esos mercados a escala internacional. Los gobiernos debieran ponerse de inmediato a favorecer que ese proceso se haga de un modo ordenado. O eso, o barbarie.