VALOR Y PRECIO
Xosé Carlos Arias
REFORMAS, ¿ALGO MÁS QUE RETÓRICA?
Si hay un
lugar común hoy en España sobre lo que necesitamos para afrontar con
posibilidades de éxito los retos económicos de futuro es la necesidad de
reformas: El vocablo reforma reúne todos los consensos…. que de inmediato se
rompen cuando intentamos precisar de qué hablamos exactamente. Por lo que
respecta al Gobierno, su planteamiento ha quedado explicitado en el llamado
“Programa Nacional de Reformas”, cuya última versión es de este mismo año (el
Programa se inició en 2005, bajo el Gobierno anterior, y se ha ido actualizando
cada año). Al margen de lo que se pueda pensar de su orientación general y sus
propuestas concretas –lo que se abordará aquí de inmediato-, se trata de un documento de lectura
recomendable que en algunas páginas acierta al presentar los actuales problemas
de la economía española.
Según acaba
de manifestar la vicepresidenta del Gobierno, de ese programa nuclear de la
política económica, queda solo por abordar “algo menos del 10 por ciento”. ¿Es
realmente así?. Una respuesta cerrada a este interrogante es difícil, pues,
pareciendo una afirmación muy concreta, en realidad es incontrastable; si se
refiere a que se ha hecho algo en relación con las muchas medidas específicas
que se mencionan en el documento, puede ser cierto; pero si se trata de ver sus
resultados, la tarea se vuelve
imposible, sobre todo porque el Programa apenas incluye cifras para los
objetivos que define. Lo cual nos va acercando ya a una característica
fundamental de ese afán “reformista”: su componente puramente retórico.
Sin embargo,
con respecto a los efectos de muchas iniciativas sí vamos conociendo ya
bastantes cosas, que en la mayoría de los casos no son precisamente positivas.
Para mostrarlo, fijémonos en tres de las medidas propuestas, elegidas un tanto
al azar, y contrastémoslo con ciertos hechos objetivos que nos ofrece la cruda
realidad. La primera es la prioridad de “la lucha contra el fraude fiscal”:
¿cómo se puede lograr tal cosa si no aumentan los medios para la inspección
fiscal? (España se encuentra entre los países europeos que menos gasto público
dedica a esa función, con grandes diferencias con respecto a Alemania o
Francia). Y recordemos que aún está muy reciente la amnistía fiscal del
ministro Montoro: hay que forzar bastante los argumentos para concluir que con
eso se crean incentivos para combatir efectivamente el fraude.
En segundo
lugar, el Programa habla de la urgencia de “garantizar un funcionamiento
competitivo y eficiente de los mercados” mediante un nuevo marco de supervisión independiente. Para ello se crea la nueva Comisión
Nacional de los Mercados y la Competencia de la que ya hemos hablado en otra
columna (“Las agencias reguladoras y los jíbaros”, Mercados, 29 de septiembre): tal y como se ha definido el nuevo
organismo, y dados los episodios que hemos conocido sobre algunos de sus
principales nombramientos –que como se sabe recayeron en familiares directos de
miembros del Gobierno- nada indica que vaya a servir al imprescindible fin de
mejorar el funcionamiento de nuestros mercados, sobre los que pesan rémoras
enormes y bien conocidas (por ejemplo, la fuerza de los oligopolios en algunos
servicios clave, que distorsiona sensiblemente los precios). Es muy significativa
la posición al respecto de algunos de los economistas liberales que aún hace
bien poco acompañaban al Gobierno en sus presuntos afanes reformistas; sería el
caso de Luis Garicano y otros miembros del grupo Fedea, quienes ahora critican
fuertemente toda esa línea de actuación por ver en ella un ataque directo a la
eficacia y la independencia en la regulación de algunos sectores fundamentales.
En tercer
lugar, se habla de la necesidad de “modernizar la administración pública”. En
este punto es obligado darle un margen al Gobierno, pues algunas de sus
iniciativas pueden ser avances reales; por ejemplo, la Ley de Transparencia va
desde luego por el buen camino, aunque no carezca de insuficiencias
(detectadas, por ejemplo, por la organización Transparency International). Ya
se sabe que los resultados en estas materias no son fáciles de medir; sin
embargo contamos con algunos estudios internacionales que intentan ponerle
cifras a esas variables de “calidad institucional” relacionadas con el
funcionamiento administrativo. Uno de ellos, es Doing Business, elaborado por
el grupo del Banco Mundial. Pues bien, los últimos datos para España de ese
estudio –por cierto, muy discutido por su metodología- son muy negativos en lo
que se refiere, por ejemplo, a “disfuncionalidades administrativas para poner
en marcha una empresa” (España pasa de la posición 136 a la 142 en el conjunto
mundial), y otras variables asociadas al impacto negativo de la
burocracia.
Todo ello por
no aludir a aquellas otras propuestas reformistas –como las dirigidas a,
supuestamente, mejorar la educación o la investigación y desarrollo- en las que
el contraste entre retórica y realidad es abismal: casi todo lo que se hace va
directamente contra lo que se dice que se desea alcanzar. Asuntos gravísimos
que acabaremos pagando, no en los dos o tres próximos años, sino a lo largo de
las próximas décadas. En las actuales circunstancias de destrucción de equipos
científicos y tecnológicos que costó mucho tiempo y esfuerzo edificar,
blasonar, por ejemplo, tal y como el Programa hace, de que la “nueva Estrategia
Española de Ciencia y Tecnología…. establece un marco alineado para… la
resolución de grandes retos sociales” (página 72), parece una broma pesada.
Además de
todo eso están, naturalmente, las reformas más emblemáticas de Mariano Rajoy:
la laboral, la del sistema de pensiones (en la cual ahora no podremos entrar) y
la financiera. De esta última hay
poco que decir, porque se denomina así lo que en realidad no es más que una
reestructuración acentuada de las entidades de crédito y un proceso creciente
de oligopolización: la genuina e importantísima reforma financiera que hay que
hacer solo tiene sentido ahora mismo en el ámbito europeo.
Desde que
hace veinte meses se aprobó la reforma laboral, los contratos en precario se
han extendido y la tasa de desempleo ha crecido en más de cuatro puntos
porcentuales: es un resultado que no extraña, pues es consistente con la
experiencia internacional, que muestra que en las crisis agudas ese tipo de
reformas apenas tienen éxito (evidenciado, por ejemplo, por en un conocido
artículo de Campos, Hsiao y Nugent de 2010). Es factible que el nuevo marco
legal permita que el crecimiento, cuando lo haya de verdad y no en tasas
hemeopáticas, sea más intensivo en empleo. Pero, mientras tanto, lo único
intensivo es el paro. Eso sí, como efecto inducido está favoreciendo la
devaluación interna por la vía de la presión sobre los salarios (que en este
momento son ya, en media, un 20 por ciento inferiores a la media de Alemania,
Francia e Italia), lo que ahora mismo constituye la única política económica
interna en el país. Un resultado cuanto menos dudoso.
Como
reflexión de fondo sobre todo lo anterior, cabe afirmar que sobre estos asuntos
no hay ninguna teoría general, que no es posible hacer afirmaciones
definitivas, pero sí construir algunos argumentos sólidos basados en la lógica
y en la experiencia. Y en esa dirección, todo lleva a desestimar tres
razonamientos muy usuales acerca de las posibilidades de éxito de las reformas
económicas. El primero de ellos sostiene que en las crisis las reformas son más
probable y exitosas: puede ocurrir así en determinados casos, pero la ya
comentada experiencia de las reformas laborales debiera llevar a descartar de
inmediato su validez en términos generales: si un reforma en ese ámbito se
hubiera llevado adelante en España durante los años de expansión –ya fuera por
la vía danesa de la “flexiseguridad” o por la alemana de la flexibilidad
interna en las empresas- es seguro que nos hubiéramos ahorrado muchos disgustos
recientes. Ahora, en cambio, la reforma realizada hace que los disgustos se
multipliquen.
El segundo
argumento es que la presión externa constituye un medio muy adecuado para
inducir las reformas económicas, pues la impopularidad que conllevan para el
gobernante reformista hace que muchas veces las condiciones políticas internas
conduzcan al mantenimiento del statu quo.
Un planteamiento que en este momento parece hacer de la necesidad virtud:
gracias a la presión del BCE y la troika
estamos haciendo lo que necesitamos y, si fuera por nosotros mismos, nunca
haríamos. Sin embargo, la historia reciente de España muestra algo muy
diferente: fue entre 1978 y 1993 cuando la dinámica reformista fue más intensa
en la economía. Por el contrario, el proceso hacia la consolidación del euro,
que trajo muchos elementos positivos, no estimuló precisamente aquella
dinámica: es más que sabido que la pertenencia al club del euro proporcionaba
una apariencia de que todo iba por el buen camino, creando el mejor escenario
para el aplazamiento sin fecha de las reformas.
Pero la idea
más peligrosa podría ser la tercera: la de que el verdadero reformista usa las
coyunturas políticas favorables –por ejemplo una clara mayoría absoluta- para
llevar adelante su programa a toda costa, mientras que la búsqueda de amplios
acuerdos para definir los cambios estructurales no hacen más que desvirtuar el
contenido de estos. Es cierto que con frecuencia los consensos se hacen
imposibles, y los gobiernos tienen el deber de tomar decisiones. No hablamos,
sin embargo, de política ordinaria, sino de transformaciones profundas, y la
experiencia muestra que estas últimas suelen ser insostenibles –y por tanto,
reviertan más pronto que tarde- si no cuentan con suficiente apoyo social.
Además, no es raro que los costes relacionados con el deterioro del clima
social y la extensión del malestar acaben siendo mayores que los eventuales
beneficios económicos de la reforma. Algo que ahora mismo estamos comprobando y
que acaso vaya a más en los próximos años.