A ORILLAS DE LA CIFRA
Los argumentos y sus consecuencias
En una de
sus frases más célebres afirmaba John M. Keynes: “Los hombres
prácticos, que se creen bastante inmunizados de cualquier influencia
intelectual, son normalmente esclavos de algún economista difunto”. O sea, que
según él las ideas en estos asuntos importan. Ríos de tinta han corrido en
controversias sobre el realismo de esta concepción: ¿no quedarán en realidad
sepultadas las ideas por lo que realmente importa, los intereses?. Ese tipo de
debates se presentan con frecuencia de un modo equivocado, dando por supuesto
que el “idealismo” de las políticas
muchas veces resulta anulado por la influencia de las luchas descarnadas de
interés: no es raro que ocurra lo contrario, es decir, que se adopten pésimas
decisiones debido a la pervivencia de argumentos nefastos. Argumentos que a su
vez –y aquí la cosa se pone más interesante- pueden estar sesgados, esto es,
interesados.
Reflexiones de este
tipo, propias de disputas académicas, han saltado en los últimos días al primer
plano de la actualidad, debido al grave fallo que acaban de detectar tres
economistas norteamericanos en los cálculos contenidos en un célebre artículo
publicado hace tres años por Carmen Reinhart y Ken Rogoff (autores un año antes
del libro monumental “Esta vez es
distinto”). La cuestión
problemática se centra en la contrastación empírica de la afirmación de que hay
un umbral para la ratio de deuda pública –el 90 %-, a partir del cual el
crecimiento económico se hace muy improbable. Este resultado fue manejado
expresamente por algunos de los principales promotores de la política de
austeridad a ultranza –entre ellos el ministro alemán Wolfgang Schaüble y el
comisario europeo Olli Rehn- como “fundamento científico” de aquella línea
política.
En mi opinión la
polémica en sí está un tanto exagerada, pues Reinhart y Rogoff nunca afirmaron
que el bajo o negativo crecimiento se debiera a la alta deuda: de hecho se
podría inferir una relación de causalidad en el sentido opuesto (cambios en el
crecimiento precediendo a cambios en la deuda). Los que quedan verdaderamente
desacreditados son los que usaron impenitentemente el argumento de un modo
sesgado para… su propio interés (en este caso, político). Pero hay una
conclusión que aparece con fuerza: las ideas económicas, al menos algunas de
ellas, acaban por tener consecuencias sobre la vida de la gente, a veces
incluso al margen de lo pretendido por quienes las postularon.
Esto último es algo
que solo puede sorprender a algunos despistados: durante las últimas décadas
miles de trabajos que fueron publicados con el marchamo de rigurosamente
científicos partían de supuestos como el de que la ausencia de inflación
garantizaba la estabilidad financiera, o que la innovación financiera era
fuente de inagotable progreso (nociones que en los debates recientes cada menos
gente se atreve a defender). Por poner un ejemplo más concreto, hace apenas
tres o cuatro años, la “teoría de la
austeridad fiscal expansiva” gozaba de un prestigio intelectual digno de
mejor causa (en mi opinión esta ha sido una fuente teórica de las políticas de
recortes más influyente que la anterior), lo cual se ha venido estrepitosamente
abajo con la radical revisión del valor de los multiplicadores fiscales
realizada en los últimos meses.
La cuestión está en
que no hablamos de cuestiones arcangélicas, sino de las cosas de comer: durante
demasiado tiempo, algunos razonamientos abstractos y de supuesta gran elegancia
formal –por supuesto y afortunadamente, no todos- han sido usados para defender
cosas que ahora mismo parecen indefendibles.