A ORILLAS DE LA CIFRA
Xosé Carlos Arias
Las agencias reguladoras y los jíbaros
Una de las principales novedades institucionales del
organigrama político económico de las tres últimas décadas fue el progresivo
asentamiento de las agencias reguladoras sectoriales. Se trata de un modelo de
larga tradición en Estados Unidos que en Europa era casi desconocido antes de
1970. A partir de ese momento son
muchos los países que fueron creando agencias, a las que se concede atributos
de independencia funcional de los gobiernos para hacer frente a
responsabilidades supervisoras muy importantes sobre sectores como el
eléctrico, las comunicaciones o los mercados de valores. De modo que los
grandes servicios públicos están hoy en casi todos los países sometidos a
inspección y control por parte de entidades de ese tipo.
Esa tendencia general no tardó en afectar también a
España, donde poco a poco fue apareciendo una tupida red de órganos
supervisores, como las Comisiones Nacionales de la Energía (CNE), las
Telecomunicaciones (CNT) o el Mercado de Valores (CNMV), además de la
quizá más importante por su
condición transversal, la Comisión Nacional de la Competencia (CNC). La
justificación teórica de todas ellas, y de su condición independente, está, en
primer lugar, en la complejidad técnica de las funciones que cumplen; y
segundo, en su necesaria lejanía respecto a la política ordinaria y al juego de
presiones de los sectores y empresas afectadas. La confluencia de los dos
puntos anteriores debe permitir que se obtengan ganancias de credibilidad para
la conjunto de la política económica, o así al menos lo suelen entender los
mercados de capital: un país con fuertes agencias reguladoras de tradición
independiente se hace más atractivo para los inversores internacionales. Claro
que esto último contiene elementos controvertidos, en los que ahora no cabe sin
embargo entrar.
La historia de las Comisiones Nacionales en España tiene
sus luces y sus sombras. Entre estas últimas, si por poner un ejemplo nos
centramos en el ámbito de la defensa de la competencia, cabe señalar la
insuficiente capacidad inspectora, originada en gran medida por una relativa
escasez de medios, y la proliferación de órganos que, como pretendidos
duplicados de la CNC, han ido surgiendo por muchas comunidades autónomas. Pero esas disfunciones no
deben hacernos olvidar que sin un organismo como la CMC, la economía española
tendría hoy mayores distorsiones en su sistema de precios, y el funcionamiento
general de los mercados sería peor.
La constatación anterior es oportuna porque el gobierno
acaba de aprobar una reforma profunda del modelo de agencias. Con el manido
argumento de la necesidad de reducir gastos administrativos, se han fusionado
casi todas las agencias anteriormente existentes (todas menos la CNMV) en una
sola, la nueva Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, que un par
de meses estará en pleno funcionamiento. Se supone que ello permitirá un ahorro
de 28 millones de euros.. En este como en otros casos –así, los recortes en
ciencia e innovación- la jibarización
de estructuras del Estado podría estar haciendo un daño importante al futuro de nuestra
economía: la reducción de recursos disponibles para sus actividades y la
considerable reducción de personal acaso traigan consigo indeseables
consecuencias, como un acrecentado poder de ciertos monopolios. No es raro que
la Unión Europa, aunque finalmente lo haya validado, por el camino expresara
todo tipo de reservas ante esta reforma, tan poco “de mercado”.