Resumen
Las políticas
monetarias experimentaron una importante
mutación con la llegada de la Gran Recesión: sus funciones básicas
y sus mecanismos de intervención, firmemente establecidas durante las décadas precedentes, dejaron paso en 2008 a una forma
de entender esa política decididamente no convencional. Esa línea, que
podríamos denominar “heterodoxa” ha mantenido una continuidad básica –a diferencia de otras políticas
macroeconómicas- en la mayoría de los países
entre 2008 y 2013. Ahora, sin embargo, podría estar
abriéndose hacia nuevos
escenarios. En este trabajo se analizan, en primer lugar,
las políticas monetarias efectivamente dispuestas
en los principales países industrializados a lo largo
de los años de crisis;
y en segundo lugar, se estudia
el debate abierto sobre las perspectivas
de esta política a largo plazo: una nueva concepción
de la
política monetaria podría estar dibujándose en torno a una revisión de sus objetivos
de inflación; su mayor imbricación con la dinámica de
la
regulación
financiera; su redefinición en un mundo de
posibles
mayores controles de capital; e incluso las crecientes
dudas en torno a un elemento
fundamental de su configuración institucional, la independencia de los bancos
centrales.
1. PLENA HETERODOXIA: LAS POLÍTICAS MONETARIAS
ENTRE
2008 Y 2013
Durante la llamada Gran Moderación, es decir el período que abarca desde c.
1980 a 2007, la política monetaria
se fue adaptando de un modo progresivo
a la idea de que el conjunto de la política
económica debía mantenerse en niveles de escaso
protagonismo (“política de grado cero”), y atenerse en la mayor medida posible
a reglas pre-establecidas (“rules rather than
discretion”): su criterio
más general era que
la política óptima es aquella que favorece
la obtención de las máximas
ganancias de credibilidad ante los mercados de capital. Mercados que fueron los verdaderos
protagonistas del proceso de expansión de esas décadas,
después de sus procesos de transformación cuantitativa y cualitativa. Los mercados financieros internacionales en términos relativos
multiplicaron al menos por tres sus niveles
operativos en esos años; pero
también avanzaron en una dinámica,
favorecida por la revolución
informacional, de fuerte innovación, desregulación y apertura generalizada
de la
cuenta de capital, lo
que los convirtió –en la concepción generalmente aceptada- en “omnipotentes, omnipresentes y omniscientes” (Arias y Costas, 2012; 2013).
En ese
contexto, las políticas fiscales
fueron las que de un modo más
destacado acusaron esa condición pasiva,
al estar su concepción
teórica crecientemente dominada por la idea de “equivalencia ricardiana”. De ese modo, el mix de políticas macroeconómicas vigente en las décadas de la postguerra dejó paso a una nueva situación desequilibrada a favor de las políticas
monetarias El papel de estas últimas políticas poco a poco se fue redefiniendo
en torno a los siguientes criterios: 1) La
estabilidad de precios –en la mayoría de los casos, con máximos de inflación
del 2 %;, en Japón incluso menos, 1 %- era la referencia para el conjunto de la estrategia macroeconómica, convirtiéndose en el objetivo
absoluto, y en el caso europeo
exclusivo, de las políticas monetarias: el “inflation targeting” fijaba la orientación de estas políticas. 2) La estabilidad de precios se entendía como sinónimo de estabilidad económica general
y garantía de finanzas equilibradas. 3) La credibilidad del banco central era la clave de bóveda para alcanzar
los objetivos anteriores, para lo cual era imprescindible su máximo grado
de independencia del poder político; así una gran mayoría de entidades emisoras
fueron cambiando su definición institucional, para consagrar ese principio como inviolable.
4) No
pocos bancos centrales
aplicaron una regla simple (la llamada
regla de Taylor) para la instrumentación
de la política monetaria. 5) Las políticas
monetarias se fueron separando
cada vez más de la regulación de las entidades de financiación: ambas se entendían
como dos prácticas distintas, bien diferencias, que en la mayoría de los casos (como los del Reino
Unido o la eurozona) incluso
eran llevadas adelante
por organismos distintos.
La configuración de las acciones
de política monetaria
en torno a lo que ha
venido en llamarse el esquema
de “inflation targeting” se convirtió en los
años
noventa en el esquema
de referencia de las políticas
antiinflacionistas. El indudable éxito en el proceso de “desinflación” que se produjo durante la década, tanto países en desarrollo como países de alto nivel de renta, explica el progresivo acercamiento de bancos centrales
con tradiciones muy dispares a una misma forma de intervención (véase la figura 1).
En efecto, Nueva Zelanda que fue el país pionero
adoptó este esquema de intervención
en 1990, fue seguido por Canadá, Reino Unido y Suecia los años
siguientes. España se acercó a este esquema
en 1995 una vez que la reformas
del Sistema Monetario Europeo
ampliaron la autonomía de la política monetaria liberándola de la estrecha disciplina
cambiaria;
hacia el final de
la década y a
principios del nuevo siglo, lo hicieron Brasil,
Chile, Colombia, México y también
economías desarrolladas como Corea, Noruega
o Islandia entre otras.1
Figura
1:
Evolución de los precios
en EEUU (CPI) y Zona Euro (HIPC)
Fuente: Elaboración propia. Datos recogidos de Eurostat y Bureau of Labor Statictics
(United States
Department of Labor).
Este esquema
de intervención se configura en torno a una estrategia de un solo nivel, con ausencia
de objetivos intermedios, mediante
el cual la autoridad monetaria
1 Curiosamente en mayo de 2007, a las puertas de la crisis financiera, el esquema fue adoptado por el primer país africano, Ghana. En Roger, S. (2009) se encuentra
una lista completa de 29 los países que
persigue el objetivo inflacionista mediante el control
de una variable operativa, por lo común, una variable precios. Además,
la autoridad observa la evolución de un
conjunto numeroso de variables que informan sobre la evolución de la economía
y del mercado monetario y financiero
y del tipo de
cambio, pero sin que
la constatación de cambios
en esas variables
justifiquen acciones del Banco Central. Así definiendo un objetivo claro en el medio plazo, las acciones monetarias se justifican por la consecución de tal objetivo.
En efecto, el esquema
del “inflation targeting” supone que la autoridad
monetaria explicita de forma transparente
y clara un objetivo cifrado de inflación, como primer objetivo
al que se subordina cualquier
otro objetivo, así como su estrategia
y aplicación de medidas. Es decir, los agentes
económicos pueden seguir y prever con gran precisión,
las acciones del Banco
Central. Además, el Banco Central debe instrumentar su política en un régimen de total
o muy amplia autonomía, lo que lo convierte
en el principal responsable de la
política de estabilización. Una mezcla entre reglas (conocidas por los agentes económicos) y discrecionalidad (en la medida en que se hace un seguimiento
pormenorizado de la evolución
de variables informativas), parecen converger en el
esquema “inflation targeting”.
Cabe
señalar, con todo, que la aplicación
efectiva de este esquema, que se fue
adaptando a las sucesión de los acontecimientos económicos, no fue plena. Muchos
países aceptaron incrementos temporales en sus niveles de inflación como consecuencia de la influencia de los altos
precios del petróleo
y otras materias
primas, siempre y cuando considerasen que las expectativas de inflación a medio plazo siguiesen ancladas en sus objetivos. De ahí que se haya acuñado la expresión
de “flexible inflation targeting”
para referirse a ese amplio conjunto de experiencias
de política monetaria.
Los buenos resultados
mencionados en materia de estabilidad de precios,
produjo la impresión, fomentada desde organismos internacionales y los más influyentes círculos
académicos, de que –gracias entre oras cosas a esta idea de la
política monetaria óptima-, al fin se había alcanzado
una economía sin ciclos, lo que permitió que los banqueros
centrales se convirtieran en figuras reverenciales, por encima del bien y del mal, cuyas opiniones
casi nadie se atrevía a discutir (el ejemplo
de Alan Greenspan
es paradigmático) (Engelen
et al., 2012).
Sin embargo, por debajo
adoptaron este esquema de política monetaria.
de todo eso, y sin duda relacionado con la creciente
desregulación y los descuidos de la supervisión bancaria (que era consistente con la propia idea de estabilidad
y racionalidad general de la dinámica de los mercados
financieros) se fue formando la gran
bolsa de las finanzas desmesuradas y fuera de control que explotó en Estados
Unidos en el verano de 2007,
y en todo el mundo a partir de septiembre de 2008.
Todo
este panorama cambió radicalmente
con la llegada de la gran crisis financiera. Es sabido que, en cuestión de horas, la pretensión de haber alcanzado al fin una
economía sin ciclos, con una estabilidad básica perdurable
en el largo plazo, dio paso al temor generalizado
de estar ante una nueva Gran Depresión,
pues era aquel momento histórico la única posibilidad realista
de comparación con el desastre
que ahora sobrevenía. A partir
de ese momento, y con ese fin –“evitar
como sea otra Gran Depresión”- se ponen en marcha políticas
extraordinariamente heterodoxas en todos
los ámbitos de la gestión
macroeconómica: políticas fiscales
de estimulación masiva de
la demanda, casi sin límites (además de, en no pocos casos, operaciones
de salvamento bancario con cargo a los presupuestos
públicos), y políticas monetarias
ultraexpansivas que intentaban actuar desde todos los frentes,
es decir, tanto sobre
precios y como sobre cantidades de dinero.
Atendiendo al conjunto del periodo 2008-2013, hay una diferencia fundamental entre políticas fiscales y monetarias:
mientras estas últimas, tal y como aquí mostraremos, mantuvieron una línea
de cierta continuidad, las últimas pasaron
por fases muy distintas,
cuando no de orientaciones
absolutamente contrapuestas. La política generalizada de expansión de
demanda se mantuvo claramente hasta
finales de
2009 en casi todos los países desarrollados, pero poco después dio paso –sobre todo en
los países de la eurozona, pero también en otros como el Reino Unido y Japón- a una estrategia de austeridad compulsiva y generaliza, con el objetivo
de alcanzar la consolidación fiscal en el mínimo tiempo posible. Ambas políticas fiscales,
de signo tan opuesto,
compartieron sin embargo algunas características: ambas fueron improvisadas en origen; provocaron virajes
radicales respecto de la situación
anterior; resultaron necesarias en su momento (tanto para evitar el hundimiento productivo en
2008-2009 como para afrontar
los gravísimos desequilibrios de las cuentas
públicas en
2010),
pero fueron desmesuradas en su aplicación; en consecuencia ambas generaron
efectos perversos, la colocación
de la
deuda pública en sendas insostenibles, en el primer caso,
y la llegada de una nueva recesión
a numerosos países
(la segunda en cuatro
años, lo cual no
acontecía desde cuatro
décadas atrás).
Este
último punto es importante para nuestro argumento
general, pues entre
2010 y 2013 en la mayoría
de los países, la única vía abierta
para combatir las fuertes tendencias contractivas que estaban muy presentes era la monetaria, obligada a introducir algún tipo de elemento compensatorio de los ajustes presupuestarios contractivos. En cualquier caso, todo indica que la política
de austeridad fiscal inmoderada ha llegado ya a sus límites: un creciente consenso
se va extendiendo sobre sus excesivos
costes, no sólo identificando
una relación directa entre intensidad de la consolidación fiscal y recesión (y aquí la revisión
de los cálculos sobre el verdadero
valor del multiplicador presupuestario
ha sido decisiva, al pasar el cálculo generalmente
aceptado, de en torno a 0,5, a más
o menos el triple: Blanchard y Leight,
2013;
Auerbach y Gorodnichenko, 2012; De Long y Summers,
2012), sino también porque el propio objetivo
de la consolidación fiscal se hace de muy difícil
cumplimiento: debido a los efectos perversos
inducidos sobre la recaudación, se constata que cuanto más intensa es la austeridad, mayor es el aumento del porcentaje
de la deuda pública sobre el PIB (De
Grauwe y Ji, 2013).
Pero
no se trata solamente de una acumulación de argumentos en contra de la continuidad de la política de extrema austeridad; desde principios de 2013 se observa
que algunos gobiernos importantes se van alejando
de esa concepción, de un modo
moderado en el caso británico, pero muy radical en el japonés (en Estados Unidos, la incertidumbre sobre el presupuesto procede de factores
relacionados con la cruda
lucha política: nos referimos a la permanencia del famoso abismo
fiscal). En la UEM,
por su parte, la presión
creciente de algunos países para el cambio de rumbo, no ha
dado aún sus frutos, pero movimientos de fondo parecen
estar gestándose en esa línea.
Cabe conjeturar, por tanto que con carácter general la políticas
fiscales se encaminan hacia una nueva fase, la tercera
desde 2008.
En el
caso de las políticas monetarias, como ya hemos
destacado, no se produjo esa línea de cambios diametrales,
sino que avanzaron en una línea de mayor
continuidad, por mucho que existieran diferencias significativas en la actuación
de unos bancos centrales
y otros. En lo fundamental, entre 2008 y 2013, la necesidad
de afrontar un durísimo credit crunch y el temor a los efectos de un prolongado proceso de desapalancamiento, provocó que los tipos de interés
se mantuvieran en niveles muy bajos
en todas partes: en el otoño de 2008, los cuatro grandes bancos centrales bajaron sus tipos de interés básico, que se mantuvieron en niveles históricamente bajos hasta hoy:
próximos a cero (por debajo de 0,25% en Japón, Estados Unidos y Gran Bretaña;
por debajo de 1 % en la UEM, en términos nominales: véanse las figuras 2 y 3). Además, los balances de todos los bancos emisores mantuvieran
una línea de crecimiento constante, llegando a más que triplicarse en el caso de la Reserva Federal (véanse las figuras 4 y 5).
Figura
2
Evolución del tipo de descuento en Estados Unidos
Fuente: IMF
Figura
3
Evolución del tipo de descuento en la UEM
Fuente: IMF
Pero,
como ya hemos destacado, aún compartiendo algunas
características, hubo diferencias en la trayectoria de las políticas monetarias en distintos
países. En general, la más importante línea de demarcación cabe encontrarla
entre el BCE y el resto
de los grandes bancos emisores:
mientras la Reserva Federal, el Banco de Japón
y el
Banco de Inglaterra asumieron con total conciencia su condición de prestamistas
de última instancia, no ocurrió así en el caso del BCE: no se trata de una cuestión
de interpretación a posteriori, sino que radicó precisamente
ahí una de las mayores controversias dentro del propio
consejo del eurobanco, con un parte de sus
miembros – sobre todo el representante del Bundesbank- negando radicalmente que el BCE tuviera esa función (que suelen recoger
desde hace mucho tiempo los anuales
de banca central), en tanto que otros la reclamaban.
Ello provocó que la actuación
general del BCE fuese mucho menos coherente a lo largo de los últimos cinco años que la del resto de los bancos centrales, lo que trajo a la política monetaria europea unas oscilaciones que no vemos, por ejemplo, en el caso de Estados Unidos.
Para
entender esa diferencia es necesario destacar
un trascendente fenómeno
de fondo: las concepciones básicas acerca del funcionamiento de la economía, el modo en qué
la dinámica financiera incide sobre el sector real, y la propia idea de política
económica, experimentaron transformaciones bastante profundas
como consecuencia de la Gran Recesión
entre los dirigentes de la Reserva Federal (como en gran medida ocurrió también en otras grandes organizaciones antes dominadas totalmente por la extrema ortodoxia del libre mercado, como el Fondo Monetario y el BIS de Basilea). En cambio, el banco radicado en Francfort continuó
en gran medida apegado a las
concepciones que predominaron entre 1990 y 2007. Sobre todo, esto último se manifestó en que, en muchos momentos,
el impulso fundamental de su política
se debió a “la necesidad de mantener la credibilidad antiinflacionista del propio BCE”. Es
decir, exactamente el mismo móvil de comportamiento de, digamos, 2005, con la
diferencia de que ahora el principal enemigo, en muchos momentos,
no ha sido la inflación, sino la presencia
de profundas tendencias deflacionistas.
Esta incapacidad para dejar atrás viejas concepciones y criterios
es directamente responsable de dos graves errores de dirección política
cometidos por el BCE en dos momentos
concretos, los comienzos de los veranos de 2008 y 2011: justamente cuando cabía atisbar ya la inminencia de contextos fuertemente recesivos, se decidió la subida de los tipos de intervención en Europa, decisión que fue obligado revertir poco tiempo más tarde. Probablemente el efecto real de esa decisión fue
pequeño (a diferencia de otra equivocación, ésta de carácter más general, que inmediatamente identificaremos), dada su escasa duración, pero resulta
extraordinariamente revelador del ambiente y las concepciones básicas predominantes
en el eurobanco: el miedo a una fantasmagórica inflación ha seguido atando en buena medida sus manos, en un entorno de fuertes amenazas contractivas. Por lo demás, parece bastante
claro que la agitación en los precios que se vio en algunos momentos en estos años tuvo que ver casi exclusivamente con los costes en origen de ciertas materias primas; es decir,
la única dinámica
inflacionista real fue de inflación de costes (de costes
no salariales), en ningún caso de demanda2: no parece, en ningún
caso, que una política monetaria restrictiva sea el mecanismo adecuado
apara atajar ese tipo de dinámica
inflacionista.
Más
interesante y controvertida que la política
de tipos del BCE ha sido su estrategia de intervención
cuantitativa. En este punto es
necesario
constatar
tres hechos. Primero, los procedimientos de intervención apenas han cambiado
en relación con los que estaban operativos antes de la crisis (el único cambio significativo
las operaciones de OMT, de las que luego hablaremos). Segundo, la línea de expansión monetaria ha sido muy tímida, y manifiestamente insuficiente para las necesidades de los sectores productivos de la eurozona, principalmente en los países sometidos a duros procesos de desapalancamiento. De un modo acertado, Barry Eichengreen se ha
referido a ello como “la fatal inhibición
del BCE” (Eichengreen, 2012). Fatal porque
la manifiesta insuficiencia de su apoyo a la liquidez
en muchos momentos
entre 2008 y finales de 2011, consecuencia de las dudas o de la ya mencionada
negación de su función de prestamista de última instancia, es causa principal
de los problemas en muchos países de la periferia
europea. Ese gravísimo
fallo de la política monetaria ha sido determinante para que la otra política macroeconómica, la austeridad fiscal
extrema, tuviera las nefastas consecuencias que hemos constatado (De Grauwe y Ji,
2013).
La situación cambió de
un modo muy marcado a lo largo de 2012, cuando el
BCE utilizó reiteradamente dos instrumentos muy poderosos de su arsenal
que estaban prácticamente inéditos: en primer lugar,
las sucesivas rondas
de ampliación de liquidez, contribuyeron a relajar de un modo extraordinario
2 Así lo sugiere el hecho de que la inflación
subyacente apenas ha evolucionado al alza durante todo este
las condiciones
de estabilidad financiera en el continente. Pero si su efecto fue contundente en ese plano, sus repercusiones efectivas sobre la marcha de la economía han sido prácticamente
nulas: los canales de transmisión hacia las actividades productivas estuvieron
prácticamente bloqueadas por el
deseo
de
los bancos de atesorar liquidez,
colapsándose la velocidad de circulación. Es decir, una persistencia
de la situación de trampa
de la liquidez, con la que la economía de muchos países desarrollados ha convivido desde 2008. Por otra parte, la neutralidad
de las operaciones de liquidez desde el punto de vista de una política
monetaria activa ha sido
enfatizada por el propio BCE, al subrayar que las compras de títulos deben ser esterilizadas, es decir, no afectar a la oferta monetaria o la inflación
En segundo lugar, hizo
aparición el viejo y
potente instrumento de
la persuasión moral: la simple advertencia por parte de Mario Draghi de que el Banco
utilizaría toda su potencia de fuego con el fin de salvar el euro, sirvió para encauzar el comportamiento de los inversores
respecto a la deuda pública y privada de los países
de la eurozona, eliminando sus componentes
más especulativos3. La constatación de este hecho –que el simple anuncio de poner en marcha una
política más proactiva surtiera fulminantes efectos- sirve para acreditar
lo acertado de las afirmaciones anteriores en torno a las consecuencias funestas de la no-política de los dos años
precedentes.
La línea de actuación de la Reserva Federal fue mucho más decidida
y coherente. Su presidente, Ben Bernanke, había sido responsable de la inacción de la autoridad monetaria norteamericana
en 2006 y 2007,
incluso cuando ya había
explotado la burbuja de los créditos subprime4. Sin embargo,
su reacción inmediata después de la quiebra
de Lehman Brothers
fue fulminante: Bernanke fue uno de los
primeros policymakers de primer nivel en el mundo en percibir en ese momento
la gravedad de la amenaza, y uno de los responsables de poner en marcha la estrategia de luchas con todos los medios posibles
para “evitar otra Gran Depresión”. Sin duda,
influyó mucho en ello el hecho de tratarse
de uno de los expertos
académicos más
período (véase la figura 2).
3 Tomando como indicador
el comportamiento
de los
spreads
de la deuda soberana, de los aproximadamente 600 puntos básicos de sobrecoste del bono español a largo plazo frente al alemán en el difícil
momento de agosto
de
2012 –cuando se produjo ese
anuncio por
parte de Draghi-, todos los análisis apuntaban que
entre 250
y 300 correspondían
al riesgo de colapso
del euro.
Ese análisis
ha
quedado confirmado por la bajada del spread a porcentajes de 300-350 puntos, después de la notable minoración de ese riesgo.
4 Así lo acreditan las Actas de las reuniones de la Reserva Federal de 2007, publicadas en enero de 2013.
destacados en el conocimiento del componente monetario de la gran crisis de los años
treinta: Bernanke es afín a la idea de Milton Friedman
y Anna Schwartz según la cual
fueron los errores de la Reserva
Federal, restringiendo el crédito entre 1930 y 1932, lo
que convirtió algo que, según ellos, no hubiera pasado de una fuerte
pero momentánea contracción, en la enorme catástrofe que efectivamente
acabó siendo (Friedman y Schwartz, 1963). No es momento para entrar en la validez de este argumento,
que ha generado enormes controversias, pero sí cabe constatar el efecto benéfico
que ha tenido a partir de 2008: la política monetaria
norteamericana se ha mantenido
en un cauce expansivo
continuado, de un modo tal que, en gran medida, cabe afirmar que la
política monetaria llevó la carga de la lucha contra la
crisis entre 2008 y 2013. Y dado que en tiempos
de deflación y credit crunch la política monetaria
tiende a ser menos efectiva para conseguir sus efectivos, ésa pudiera
ser una de las causes centrales
de la gran duración de esta crisis.
Figura
4
Evolución de la base monetaria en Estados Unidos
Fuente: Board of Governors, FRS.
Esa política
expansiva avanzó en todos los frentes:
a) Tipos de interés nominal de
entre 0 y 0,25 %. b) Creación
constante de liquidez a través de la quantitative
easing, una política no convencional que
ha
contribuido a
mantener abiertos
los canales del crédito
en aquella economía, a pesar de los avances
del desapalancamiento,
mayores en Estados Unidos que en Europa
(McKinsey Global, 2012), haciendo crecer desmesuradamente el balance del propio FRS; las tres sucesivas rondas de estímulos
monetarios (QE1, QE2 y QE3) han buscado decididamente el objetivo de crecimiento
económico, vinculando sus programas, al menos en el último caso, a la necesidad de reducir
el desempleo c) Además de lo anterior, el uso de todo tipo de procedimientos para alcanzar los objetivos
de liquidez, despreocupándose de la meta de estabilidad de precios: desde la generación de crédito directamente por el propio banco central a las
empresas, a las operaciones
masivas de monetización del déficit (algo que había sido
demonizado durante mucho años).
Figura
5
Velocidad de circulación de M2
en Estados Unidos
Fuente: Federal Reserve Bank of St. Louis
Aunque
los dirigentes del FRS han repetido que, dadas las previsiones
de crecimiento económico y la persistencia de amenazas diversas,
esa política se mantendrá al menos hasta 2015, cada vez son más fuertes
los indicios de que está agotando sus posibilidades de generar efectos positivos
más allá del estricto corto plazo. Ya es mucho el tiempo transcurrido
con tipos de interés de casi cero y con medidas de carácter extraordinario: con el tiempo, su efecto general va quedando progresivamente diluido,
empezando a producirse situaciones patológicas: mientras que una parte de la economía –las empresas y familias
en mejor situación financiera-
podrían acceder fácilmente al crédito, pero no lo hacen (y un riesgo adicional sería que
empezaran a hacerlo con desmesura
dadas las condiciones financieras muy favorables, originándose nuevas burbujas en sectores muy localizados), lo principal de los sectores
productivos y familias de menor renta, siguen teniendo en gran medida bloqueado
el acceso al crédito (Roubini, 2013).
En términos generales, y en palabras
de Claudio Borio, “una agresiva y prolongada
expansión monetaria, a través de medidas sobre el tipo de interés o cuantitativas,
como respuesta a la explosión
de un gran boom financiero, tiene serias limitaciones, que reflejan la naturaleza
de la contracción económica y su impacto sobre el mecanismo de transmisión de la política”
(Borio,
2011).
Los límites de la política monetaria
en Estados Unidos, por tanto, parecen
haber sido ya alcanzados o estar a punto de alcanzarse. Puesto
que los ritmos de la actividad económica real, aun siendo mayores que los europeos,
siguen dibujando allí un
panorama escasamente pujante,
el escenario de la política
macroeconómica en aquel país pudiera estar también en proceso de cambio: según comienza a reconocer la propia administración demócrata, éste sería el momento
de atender la reiterada
reclamación de economistas como J. Stiglitz, P. Krugman o B. De Long de que la política fiscal adquiera un mayor protagonismo para intentar recuperar una senda firme de crecimiento.
Sin embargo, como ya hemos mencionado, el mal resuelto conflicto político entre los poderes ejecutivo
y legislativo amenaza con bloquear las
posibilidades de esa política, introduciendo elementos muy fuertes
de incertidumbre para el
rumbo
de
esa
economía, pero también por sus posibles efectos
sobre
el
conjunto de la economía internacional (lo que ha sido denominado fiscal cliff).
Los casos del Banco de Japón y el Banco de Inglaterra son quizá menos
interesantes para los años 2008-2012 (cuando su actuación
estuvo en todo caso más próxima a la Reserva
Federal que al BCE), pero en el arranque de 2013, en esos
bancos centrales se han producido
algunos cambios que sugieren que puede estar gestándose en ellos un cierto cambio
de rumbo, no solamente en sus estrategias de intervención sobre la coyuntura, sino también, y sobre todo, una mutación
de cierto calado en los conceptos mismos de política
monetaria y banca central. Lo cual tiene que
ver con el conjunto de cuestiones que se plantean
en el siguiente apartado.
2. LAS POLÍTICAS
MONETARIA EN UN HORIZONTE
DE LARGO PLAZO
Su evolución a lo largo de los años de la gran crisis
financiera obliga a concluir
que, ahora mismo, las políticas
monetarias son algo muy diferente
de lo que eran en
2007. Puede caber alguna duda de si habrá sido solamente
fruto de las circunstancias
excepcionales vividas en los últimos años, con lo que un eventual “retorno
a la normalidad” nos retrotraería a la antigua concepción de esa política
(aunque difícilmente la economía volverá a ser la misma de 2007). Sin embargo, los cambios han sido tan intensos, y la concepción acerca del dinero
y el papel de las finanzas lo ha acusado tanto, que parece altamente improbable una simple restauración. Muy por el contario, hay algunos cambios
que parecen ya bastante consolidados, en tanto que sobre algunos elementos constitutivos de fondo de la idea de política monetaria se han abierto notables
controversias teóricas, de las que pudieran
surgir nuevas líneas de
cambio efectivo. En este apartado
se aborda toda esa nueva problemática.
Esa revisión del papel de las políticas
monetarias y sus métodos de aplicación
se produce en un entorno de creciente debate teórico general
sobre la macroeconomía, y también de profunda transformación de las percepciones sociales sobre la relación entre economía y finanzas.
El debate sobre
la nueva agenda
de las políticas monetarias
no se puede entender sin hacer referencia a los siguientes hechos de fondo:
A) En
el razonamiento macroeconómico hemos asistido a un brusco
retorno de la idea de ciclo. Además de la idea más tradicional de ciclo de negocios,
al hablar de políticas monetarias, resalta en particular la noción
de ciclo financiero, que la
teoría de las finanzas
que predominaba antes de la crisis
(dominada
por
la Hipótesis del Mercado Eficiente) tendía a ignorar: en palabras de Claudio
Borio, “la macroeconomía
sin ciclo financiero es como Hamlet
sin Príncipe” (Borio, 2012).
B) La crisis ha traído una idea muy distinta de las finanzas de la que
predominaba antes de ella: no es precisamente una novedad, pues la historia
de las crisis financieras del pasado demuestra que eso es lo que ocurre siempre tras el
pinchazo de la euforia (Reinhart y Rogoff, 2009); el hecho de que las finanzas sean percibidas como los grandes
villanos de esta crisis por amplios sectores de la sociedad (Shiller, 2012) y el miedo acumulado anuncian un largo período de reacciones conservadoras frente a los mercados
de capital. En consecuencia,
el papel de la regulación y la supervisión de las finanzas quedará
notablemente reforzado, al margen
de cualquier preferencia ideológica o teórica.
C) La historia de las finanzas muestra
también que después de un período
de crecimiento basado en una fuerte acumulación de deuda, sobreviene una fase de también intenso desapalancamiento:
eso es lo que
cabe esperar para muchas
economías desarrolladas en un horizonte
temporal de más o menos una década desde
el comienzo de la crisis
(McKinsey Global, 2012;
Reinhart y Rogoff, 2009). Ese hecho lastra sin duda las posibilidades
de crecimiento económico, y marcará las
orientaciones del conjunto de la política económica,
situada permanentemente ante el dilema
de elegir entre dos alternativas enfrentadas: favorecer
el deleveraging general privado y público de un modo ordenado, frente a impulsar
decididamente el crecimiento productivo: es lo que
se ha llamado “gran trade-off” entre
objetivos, como problema fundamental de la política
económica en este tiempo (Arias y Costas, 2013).
Cabe destacar en este punto que, cuando tanto el sector público
como el privado se encuentran en pleno proceso
de desapalancamiento, lo más frecuente es que se produzcan situaciones de deflación
y trampa de la liquidez: todo ello conduce,
obviamente, a que las políticas
monetarias sean menos efectivas.
D) La obsesión
por el problema de la inflación, aún persistiendo con fuerza en la mentalidad de
algunos
importantes
policymakers (sobre todo
en
el centro de Europa), está dejando paso rápidamente a una visión más matizada
en la que lo anterior alterna con una preocupación
creciente por la presencia de presiones
deflacionistas de demanda.
E) La
interacción entre efectos
monetarios y fiscales. En los últimos años se ha extendido la literatura que indaga en las relaciones
entre ambos, y en ambos sentidos.
En particular, en los nuevos análisis sobre el valor de los multiplicadores
fiscales, aparece como un resultado claro que el impacto recesivo de los ajustes presupuestarios tiende a ser significativamente mayor en situaciones en que está dejando de surtir
efecto por encontrarse ya en sus límites (Blanchard y Leight, 2013).
En toda esta revisión teórica
sobre ideas básicas de política
monetaria han jugado papeles muy destacados los equipos de investigación de algunos organismos internacionales: es muy revelador que algunos de ellos hayan desempeñado en el
pasado la función opuesta, es decir, la de guardianes de la más absoluta
ortodoxia. En los últimos años, sin embargo, reflexiones muy innovadoras sobre políticas monetarias se han producido en el BIS de Basilea, y sobre todo en lo que tienen que ver con los controles de capital, en el Fondo Monetario.
Son de destacar también los distintos
estudios e informes elaborados, en el seno de
la Brookings Institution, por el Committe on International
Economic Policy and Reform, los cuales fueron firmados
conjuntamente por un elenco de economistas tan destacados como Eichengreen, Rajan, Reinhart, Rodrik y Rogoff,
entre otros.
En palabras
de Charles Goodhart (2010), estos son años para una fuerte experimentación en materia de política monetaria. Las propuestas más frecuentadas
para una redefinición de la agenda de esa políticas, de cara a la próxima década, avanzan en seis direcciones: la necesidad de mayor coordinación de los bancos centrales; la revisión de los objetivos, sustituyendo el control
de la inflación por el output nominal como objetivo
primario; la referencia a la estabilidad de precios sigue siendo de gran importancia, pero ampliando los márgenes
para la definición del
objetivo; la urgencia de integrar estrategias
de control monetario y regulación
prudencial; la adaptación de la política a un posible entorno de mayores controles
a los flujos supranacionales de capital; y el cuestionamiento
del principio de independencia de los
bancos centrales. Las cuatro primeras líneas, aún sujetas a debate, van adquiriendo un consenso creciente entre los expertos. Por el contrario, las dos últimas, de muy superior
calado, originan vivas controversias: la diferencia está en que hace apenas un lustro se trataba de cuestiones presentadas como definitivamente cerradas, sin advertirse apenas posibilidades de cambio.
1) Revisión del “inflation targeting”
La llegada de los primeros
síntomas de crisis
financiera, a partir
de verano de
2007,
hizo saltar por los aires este esquema. Como sintetizan Blanchard y otros (2010)
la crisis ha evidenciado la necesidad
de ampliar el conjunto de objetivos de la
intervención, dando cabida a
variables relativas al producto o al precios de los activos. Además, la política monetaria no debe desplazar a la política de regulación en la búsqueda de objetivos de estabilización
y, sobre todo, a la política fiscal mediante el uso de
mejores y más eficientes estabilizadores automáticos.
El sustituto más probable
del objetivo de inflación –al menos, sobre el que
parece ir extendiéndose un mayor grado de consenso-
es el output nominal. Su definición es sencilla: si se pretende mantener la inflación
en el 2 % y la expectativa de crecimiento del PIB real es de un 1 %, el objetivo de PIB nominal será de un 3
%.En
realidad de lo que se trata es de introducir una pauta secuencial a la política
monetaria, haciendo el objetivo de inflación quede condicionado a la evolución de la economía real: una meta de inflación baja para los periodos de expansión, y más alta durante las recesiones. Obsérvese que se
trataría de una especie
de
regla
de aplicación cambiante según las fases del ciclo.
Como ha explicado G. Frankel,
con un objetivo de ese tipo, hubiera sido más improbable que el BCE cometiera
su error de julio de 2008, subiendo los tipos cuando la economía
avanzaba hacia la recesión;
y por su parte, la Reserva
Federal también se hubiera evitado su equivocación previa a
la crisis, cuando mantuvo –en 2004-2006-
una línea de gran relajación monetaria, cuando el PIB nominal rondaba tasas de crecimiento del 6 % (Frankel,
2013). Naturalmente, como suele
ocurrir con las reglas simples,
su aplicación universal
y acrítica puede acarrear
también un importante peligro; pero es su capacidad de adaptación a la dinámica
cíclica la que en las presentes circunstancias la hace particularmente atractiva.
2) Ampliación de los objetivos de inflación
Al margen de todas las consideraciones anteriores
sobre el establecimiento de la no-inflación como objetivo absolutamente prioritario, o incluso
exclusivo, de la política monetaria, en los último años se ha producido también
un cambio notable en la propia noción
de tasa de inflación
deseable. Como ya hemos dicho, antes de 2008 el límite que fijaba la mayoría de los bancos centrales
en el mundo desarrollado era un 2 %. Aquí se ha producido una revisión profunda, consistente con la idea de que una inflación demasiado baja puede
llegar a ser un problema
si el entorno económico general está dominado por el desapalancamiento.
Entre las diversas razones que se
han manejado, destacan dos: en primer lugar, una inflación que se mantenga
en tasas algo superiores -digamos de un 4 o incluso
un 6 %, pero en todo caso, estables-
puede ser una vía adecuada
para reducir el peso de la deuda;
naturalmente, esto choca mucho con la ortodoxia establecida, pero no hay duda que es un medio menos costoso y traumático –aunque tal vez menos democrático-
de favorecer el recorte de los niveles de endeudamiento
público o privado: no es peor, por ejemplo, que una
quita del valor. Y en segundo lugar, objetivos demasiado bajos de inflación pueden hacer que los márgenes para desarrollar políticas monetarias efectivas
en caso de que acechen problemas de credit crunch o trampa de la liquidez,
sean demasiado estrechos: la ampliación de esos márgenes
dotaría a los instrumentos de la política
de mayor recorrido. No es raro, por
tanto, que en los últimos
años se hayan multiplicado
las propuestas para ampliar
las tasas/objetivo de inflación (por lo general,
entre el 4 y el 6%), por parte de macroeconomistas de distintas tendencias, como Blanchard, De Long,
Mankiw, o Rogoff.
3) Integración entre políticas monetarias y regulación prudencial
Como
ya hemos destacado, antes de la crisis el control monetario y las tareas de
regulación y supervisión financiera aparecían claramente demarcadas (de acuerdo a un implícito esquema
tinbergeniano de “dos objetivos (estabilidad de precios y
estabilidad financiera)/ dos vías de instrumentación”. En numerosas ocasiones las dos políticas eran llevadas adelante por órganos distintos: en el caso británico, por ejemplo, el Banco de Inglaterra y una agencia
regulatoria específica (Financial
Services Authority); en los países
de la UEM, por su parte, la demarcación estaba entre el BCE (definición de la política monetaria)
y los
viejos bancos centrales
(que conservaron las tareas
regulatorias).
En realidad,
cuando en las décadas de expansión
el control de las finanzas
quedaba confinado a lo que se ha llamado
“light-touch regulation”, muy
centrada en los aspectos
microprudenciales (es decir en la mera observación de si los bancos
individuales estaban o no sanos) ésta podía parecer una cuestión secundaria. Sin embargo, después de la experiencias de la crisis, con la evidencia
de extraordinarios fallos regulatorios de nefastas consecuencias,
esa situación no podía continuar (Committee, 2011). Ahora se acepta de un modo muy general la necesidad de garantizar la estabilidad del sistema
financiero como un todo. Y al hacerlo surge con toda
claridad la percepción
de que las variables monetarias y financieras interactúan
constantemente entre sí: el manejo de las herramientas macroprudenciales, por
ejemplo, inducen cambios
sobre variables macroeconómicas, como el crecimiento del crédito, el resultado
de la balanza externa o el propio
comportamientos de los precios; y es
obvio que las decisiones sobre el tipo de
interés
afectan a las condiciones de la estabilidad financiera5.
Por
lo demás, también va quedando
atrás la idea de que la regulación financiera
consiste sólo en la introducción
de mecanismos como los ratios de capital:
también debiera utilizar otros que tienen un componente determinante de política monetaria, como las restricciones directas
al crédito bancario
(del tipo de las guías
“loan-to- value”, LTV, o “debt service-to-income”, DTI). Lo cual refuerza
la necesidad de integración de ambas políticas. No es extraño que en estos años haya habido ya un viraje
a favor de llevar a la práctica esta nueva concepción. En Europa, por ejemplo,
el diseño de la Unión Bancaria lo ha tenido en cuenta (a pesar de haber quedado sin concretar algunos de sus aspectos iniciales más innovadores).
4) Mejor coordinación de los bancos centrales
5 La preocupación por las implicaciones que una asunción de tareas regulatorias por los bancos centrales tendría para sus posibilidades de mantenimiento como órganos independientes (que más tarde examinaremos)
ha llevado a algunos relevantes
expertos
considerar que esa fusión de tareas
sería un error. Es el caso de Charles Goodhart (váese Goodhart, 2010).
La dinámica transnacional de los flujos monetarios
y financieros ha ido
mostrando de un modo creciente
su potencial desestabilizador: ante la fuerza de los
movimientos de desbordamiento, no es raro que las crisis
hayan sobrevenido cada vez
con más efectos de contigüidad y contagio. Con la llegada de la Gran Recesión
este problema se ha visto multiplicado,
pues en no pocas ocasiones
las autoridades nacionales de los diferentes países y áreas han optado por líneas de intervención diferente, cuando no contradictoria entre sí (todo ello a pesar de la retórica
predominante en las cumbres del G-20). A pesar de haberse evitado,
entre 2008 y
2013,
guerras proteccionistas a gran escala, han sido numerosos
los episodios de fuertes tensiones originadas por decisiones expresas
sobre tipos de cambio
o políticas monetarias laxas que presionaban
las tasas a la baja. Además, se han ido abriendo
diferencias entre los sistemas bancarios
y sus estructuras regulatorias
de los diferentes países
(por ejemplo, la reforma norteamericana que surgió de la aplicación de la Volcker rule, frente a la europea, consecuencia de la aplicación limitada del informe De Larosière). Con todo ello, las dificultades de la coordinación de los diferentes bancos centrales se han hecho más explícitas.
Hay por tanto en amplio consenso teórico
en subrayar la urgencia de esa mayor y más depurada coordinación
en la definición y
aplicación de las políticas
monetarias. Sin embargo, la experiencia reciente también
ha originado un mayor
escepticismo sobre las posibilidades efectivas de que se lleve a cabo. En último término, ello exigiría avanzar de un modo consistente hacia una nueva estructura
de gobernanza financiera global, cuestión
que a pesar de la mucha retórica
que concita, apenas registra
pasos efectivos en su dirección.
Esta cuestión lleva directamente
al punto siguiente.
5) ¿Hacia mayores controles de capital?
En la ideología
económica predominante antes de 2008, la liberalización total de los flujos internacionales
de capital era un dogma de primer rango. De nuevo, la acumulación de experiencias
adversas a partir de aquel momento ha llevado a una
impugnación cada vez más generalizada de esa idea: a diferencia de la inversión directa o la toma de
posiciones
a largo plazo en
el capital de las empresas
productivas, los movimientos especulativos a corto o cortísimo plazo han mostrado en estos años su enorme potencial desestabilizador, de donde surge un argumento
muy poderoso para su estricto
control. La vulnerabilidad de las economías ante las
crisis financieras -asume un razonamiento ahora en evidente progresión-
se ve
reducida extraordinariamente por la imposición de ese tipo de controles
a una escala “sensata” y con criterios selectivos. Lo llamativo es que tales argumentos
se han hecho fuertes en un organismo como el FMI (más concretamente en su oficina del economista jefe: véase sobre todo Ostry
et al., 2010;
Blanchard y Ostry, 2012)):
a ese notabilísimo cambio
de clima lo ha calificado Dani Rodrik como indicador clave del
nacimiento de “una nueva era de las finanzas”.
La positiva experiencia práctica de algunos
países, tanto emergentes (Brasil, Indonesia, Tailandia) como desarrollados (Corea
del Sur, Taiwan), que
en
los
últimos años han puesto en funcionamiento
controles sobre las entradas de capital a corto
plazo, también va avalando
cada vez más ese cambio de clima intelectual.
Combinado con las estructuras de regulación prudencial, los controles selectivos de capital pueden ser muy eficaces para evitar procesos de sobreapalancamiento.
Naturalmente, la importancia de esta cuestión sería menor si las distintas
economías consiguieran definir una eficiente estructura de gobernanza para la regulación
global de las finanzas, y consiguientemente, un mecanismo
para la efectiva coordinación de las políticas monetarias
(todo ello sería la solución
de primer óptimo).
Sin embargo, la búsqueda
de esa estructura ha mostrado a lo largo de los años de crisis –como ya ocurriera en los últimos noventa- ser una gran quimera, por lo que sólo resta buscar
la solución de segundo óptimo: una gestión efectiva de los flujos supranacionales de capital (Committee, 2012; Rodrik,
2012; Arias y Costas, 2012).
La mayor dificultad para una limitación en la libertad
internacional de los flujos es de carácter
tecnológico: si fue la dinámica
de cambio en las tecnologías de la información lo que en gran medida impulsó la transformación cualitativa y la apertura generalizada de esos mercados
en las décadas precedentes, y teniendo en cuenta
que la revolución informacional sólo puede ir a más en un futuro previsible,
parece claro que no será fácil establecer procedimientos efectivos para el control de los flujos: cabe adivinar aquí una batalla continuada
entre estado de la tecnología y decisión política, cuya interpretación
resulta del máximo interés desde un punto de
vista intelectual (Engelen
et al., 2010).
En cualquier
caso, la imposición de controles, que es evidente que traería consigo un escenario de cierta segmentación en las finanzas
mundiales que no ha
existido en las dos décadas anteriores,
reduciría el peso de algunas importantes complicaciones de las políticas
monetarias contemporáneas –como los efectos de
spillover- y
haría más fácil y
operativa su instumentación y
más fluidos sus mecanismos de transmisión internos.
6) ¿Hacia una limitación de la independencia de los bancos
centrales?
La última cuestión
que señalamos es sin duda la más relevante para una
posible redefinición del papel de los bancos centrales,
pero también la más
controvertida e incierta:
la posibilidad de un cambio
en su estatuto legal, que elimine
al menos una parte del grado importante de independencia
operativa que muchos de ellos fueron adquiriendo
a partir de 1990. Las razones para ese cambio tan
generalizado en la definición de la estructura institucional de la política monetaria durante esos años son bien conocidas: un banco central
independiente combate más
eficazmente la inflación
(no se olvide, objetivo de referencia en todo aquel período),
bloquea las posibilidades de que la política monetaria
se vea sometida a ciclos electorales (y por tanto, evita “sorpresas
inflacionistas”), adopta
decisiones con mayor
capacidad técnica (en una
política que es en sí misma técnicamente compleja),
y como resultado lógico de
todo
lo anterior, permite que la política monetaria obtenga significativas ganancias de credibilidad (Cukierman, 1992).
La Gran Recesión ha puesto en cuestión
ese principio de independencia,
tanto en términos prácticos, como en lo que re refiere a su justificación intelectual. En
primer lugar, al igual que ocurrió
con las reglas de política fiscal, fueron muchos los gobiernos que en su actuación concreta
invadieron el ámbito de competencia de los banqueros centrales, vulnerando
así la norma que
formalmente protegía su autonomía. Un caso reciente e importante
es el del gobierno japonés de Shinzo Abe,
que de un modo explícito
ha puesto al gobernador del Banco de Japón, y a su política, bajo su control.
Para
lo fines de este papel, sin embargo,
lo que más importa es destacar
el cambio en el clima intelectual: las principales razones
que se suelen manejar para impugnar, o al menos matizar,
la idea de independencia son las
siguientes:
a) La necesidad
de buscar una coordinación constante y efectiva con la política
fiscal; o más aún, la idea de que ambas no son sino caras de una misma moneda: en
el esquema anteriormente prevaleciente figuraban
dos órganos independientes entre sí (banco central
y parlamento, o si se prefiere ministerio de Finanzas) para llevar
adelante, cada uno de ellos, una política (monetaria
y fiscal), dirigida a alcanzar
un objetivo (estabilidad de precios y pleno
empleo). Pero dado que ni los objetivos ni las políticas son en realidad
independientes, el hecho de que lo sean las autoridades,
puede
originar un gran problema de consistencia general
de la política económica
(Bibow, 2004). Se trata de una asunto al que apenas se dio importancia durante los años de expansión, pero que ha adquirido una importancia
capital con la crisis. En particular, la puesta en marcha de una política fiscal expansiva –en 2008-2009, pero recuérdese nuestra afirmación de que pudiera
regresar en alguna
forma en 2013 o
2014- puede acabar colisionando seriamente con cualquier estrategia monetaria independiente que no
consista en expandir la base monetaria.
b) Está también
el viejo y conocido problema
metaeconómico de legitimación
democrática de los organismos independientes que se imponen
por encima de los
órganos democráticos regulares: asunto grave, apenas
considerado antes de 2008,
pero que la nueva sensibilidad ante las consecuencias de la golden streitjacket impuesta por los mercados
de capital a la política
democrática, hace que se vea ahora, por parte de amplios
colectivos, bajo otra luz.
c) También tiende
a verse de un modo distinto
el problema de la posibilidad de captura: siendo innegable que la mayoría
de los banqueros centrales proceden
del mundo de las altas finanzas
(a principios de 2013, dos de los cuatro más importantes tuvieron que ver en el pasado con bancos de inversión), la posibilidad de que la
política sirva a intereses específicos se ve reforzada; si sobre la actuación
de los banqueros centrales
se elimina –o reduce significativamente- la capacidad de control
político, el problema se hace casi irresoluble (Stiglitz, 2012). Es innegable que la
tendencia a la integración entre política monetaria y regulación prudencial, destacada en el punto 3, coloca más interrogantes sobre el principio
de independencia en relación con este punto.
En cualquier caso, es indiscutible que los argumentos a favor de la banca central independiente –que arrancan de Bagehot
y, más tarde, J.M. Keynes- son
también muy poderosos. De hecho, algunos
de los autores que más hemos citado en
las páginas anteriores –como Goodhart o Borio- son firmes partidarios del estatuto de independencia, basándose en aquellas
razones, y se muestran preocupados con lo que pueda
pasar a partir de ahora: muchas de sus propuestas de cambio son en realidad
“conservadoras”, pues se justifican en su condición
de necesarias para evitar que los
gobiernos retomen un elevado grado de control
sobre los bancos
emisores.
En todo caso, es
indudable que la diferente visión
del problema de la estabilidad de precios condiciona mucho la respuesta que a partir
de ahora se dé a esta
otra cuestión: después
de todo, ya ha quedado
claro que es en sus éxitos en el
combate a la inflación
donde cabe anotar
el primer gran argumento a favor del modelo de independencia. El propio Bernanke ha afirmado que “es importante reconocer que el papel de un banco central independiente
es diferente en entornos
inflacionarios y deflacionarios. De cara a la inflación (…) la virtud
de un banco central independiente
es saber decir “no” al gobierno. (En los ciclos de
desapalancamiento privado) sin embargo
(…) una mayor cooperación por un tiempo
con las autoridades fiscales no es inconsistente con la independencia de los bancos…” (tomado de Tett, 2013).
Por tanto,
de cara a los próximos años, todo lo que constamos
es que éste es un asunto
incierto (Davies, 2013), cuya resolución dependerá mucho de las circunstancias que en cada país rodeen
la relación entre
gobierno y banco central.
Pero también dependerá de que la actuación de este último sea capaz de adaptarse
a un modelo de toma decisiones transparente y sujeto a accountability. La definición
de mecanismos institucionales efectivos para conseguirlo constituye una línea adicional relevante para la reconstrucción de las políticas
monetarias. En torno a esta cuestión se ha ido levantando en los últimos años una interesante
corriente de literatura (véase, por ejemplo, Dorn, 2009); pero también algunos bancos, como la
Reserva Federal, han introducido nuevos procedimientos
para la revelación de
información sobre sus procesos de toma de decisiones.
3. CONCLUSIÓN
Con la llegada de la gran crisis financiera,
se constató el fracaso general de la idea de política económica
óptima, asociada estrictamente a
la generación de
ganancias de credibilidad ante la golden
streitjacket, que tanto había caracterizado al largo período
de expansión previo
a 2008. Las políticas monetarias, entendidas bajo un
prisma teórico que las vinculaba
directa –y con frecuencia
exclusivamente- con el objetivo de estabilidad de precios, bajo una definición
institucional dominada por la
idea de independencia del banco central,
adquirieron con la crisis un inusitado
protagonismo en la mayoría de los países
desarrollados. Pero ese protagonismo vino de la mano de líneas concretas de intervención
que tenían poco que ver con aquella concepción: los procedimientos de aplicación de la política
se hicieron en algunos
casos heterodoxos, radicalmente en algunos casos (como Estados Unidos)
y con más matices y dudas en otros (la eurozona). En relación con ello, los viejos consensos
teóricos se fueron desquebrajando, y las nuevas propuestas dejaron un panorama
mucho más complejo, cambiante y sujeto a controversias, en el que la superación de los objetivos de inflación, la integración de política monetaria y regulación prudencia, el establecimiento de controles sobre los flujos de capital e, incluso, una eventual
revisión del estatuto de independencia de los bancos centrales,
aparecen como relevantes cuestiones abiertas.
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