A ORILLAS DE LA CIFRA
Xosé Carlos Arias
La letal destrucción de
instituciones inclusivas
Si hay un
libro reciente de Economía que ha tenido éxito en todo el mundo, es Por qué fracasan los países, de Daron
Acemoglu y James Robinson (Deusto, 2012). Los comentarios elogiosos que ha
recogido son innumerables, presentándolo en algunos casos como “la nueva Riqueza de las naciones”. Vaya por
delante que hay en ello mucho de exageración, que bien pudiera responder a una
estupenda operación de marketing. Porque, en realidad, los argumentos de
Acemoglu y Robinson son una síntesis de trabajos suyos anteriores (realizados
con Simon Johnson), y sobre todo, remiten bastante directamente a la obra de un
gigante del pensamiento económico contemporáneo: el premio Nobel norteamericano
Douglas North, cuyo libro Instituciones,
cambio institucional y desempeño económico (Fondo de Cultura, 1990)
debieran leer inmediatamente todos aquellos a quienes interese la obra que
ahora comento, pues contiene lo principal de su línea argumental.
De su título se deduce que estamos ante
un intento de explicación de las fuerzas del progreso y el atraso económico,
tratándose de aislar su principal causa. ¿Se trata de la tecnología, como
señala por ejemplo Robert Solow?. ¿De la geografía o el clima (en lo que
insiste Jeffrey Sachs)?. ¿De los valores y la cultura establecida, según la
tesis clásica de Max Weber?. Nada de eso: la verdadera clave está en las
instituciones. Siguiendo una idea cada vez más aceptada en el conocimiento
económico contemporáneo, Acemoglu
y Robinson afirman que aquellos países que han sido capaces de crear y
consolidar un sistema de instituciones eficientes tienen y tendrán siempre
ventaja en la carrera del crecimiento económico a largo plazo. Pero, ¿a qué
instituciones se refieren en concreto estos autores?. A las de naturaleza
política, que son la clave para que las propiamente económicas tomen caminos
virtuosos. Sólo cuando existan instituciones políticas “inclusivas” –es decir,
pluralistas y cohesionadas- será posible que los intercambios económicos se
extiendan sobre una base de confianza mutua y, con ello, se abran a una
dinámica de cambio, generándose incentivos para que amplias mayorías se
involucren en intercambios en los que aprovechen lo mejor de su talento y
habilidades. Lo contrario –las instituciones “extractivas”- pueden funcionar
durante un tiempo, pero su destino en el largo plazo es el estancamiento.
El libro, de fácil lectura, contiene un
elemento muy positivo: lejos de ser una mera especulación teórica, faja su
argumento en la realidad de muy diversas coyunturas históricas, saliendo
por lo general bastante airoso.
Pero presenta también un importante inconveniente: su reduccionismo un tanto
dogmático, pues rechaza tajantemente cualquier otro posible factor explicativo
(incluso alguno que, como el peso del capital social, podría complementarlo
magníficamente).
En cualquier
caso, es evidente que esta obra contiene una reivindicación muy fuerte de la
idea de democracia. No ya por la razón superior de su aportación indiscutible a
la vida cívica, sino por un motivo que pocas veces antes se ha destacado: el de
constituir el mecanismo político que mejor garantiza –para los autores, el
único- una senda dilatada de crecimiento económico. Siguiendo ese planteamiento, se conjetura que fenómenos de
crecimiento rápido bajo dictaduras, como el que actualmente se desarrolla en
China, más temprano que tarde se encuentran con sus límites, y en ese momento,
o se abren a la democracia, o colapsan. Ahí queda el pronóstico, tan arriesgado
como interesante.
Pero este
libro tiene una lectura especial en la España y la Europa de ahora mismo, en la
que una idea genuina de democracia está viéndose cada vez más comprometida,
según afirman todo tipo de encuestas o estudios: por ejemplo, los dos últimos
publicados por The Economist se
titulan “La democracia en peligro” y la democracia en la encrucijada”. Tal vez
convenga no dramatizar, pero no hay duda de que la reiteración de frases como
“incumpliendo mis promesas electorales, cumplo con mi deber”, traen consigo un
factor deslegitimador muy fuerte, pues revela con toda crudeza que hay fuerzas
oscuras –los famosos “mercados”- que relegan a la voluntad de los ciudadanos.
Si a eso se le añade que algunos elementos que los europeos occidentales tienen
a asociar al desarrollo democrático -como los servicios públicos decentes o una
cierta redistribución positiva de la renta- están también ahora mismo gravemente amenazados, la
conclusión se vuelve alarmante: estamos en pleno proceso de destrucción de
instituciones inclusivas que, si no se detiene pronto, no sólo provocará un
deterioro del clima social, sino también un serio obstáculo para reconstruir un
modelo de crecimiento que sea sostenible en el largo plazo.