A ORILLAS DE LA CIFRA
Xosé Carlos Arias
Sólo hormigas
Entre todas las historia –los relatos, se diría ahora- que se han ido construyendo sobre la
acumulación de desgracias que en los últimos años pesa sobre las sociedades
europeas, y en particular la española, ninguna tan difundida y publicitada como
la de las cigarras y las hormigas: después de una larga temporada de
holgazanear y de vivir a cuenta de los demás, a los españoles les habría
llegado su largo invierno en el que ya sólo cabe purgar los excesos del pasado
y asumir lo que de verdad son, es decir, pobres de solemnidad.
Esta fábulano sólo corre entre la prensa amarilla centroeuropea; también se ha hecho muy
popular entre nosotros mismos, en un ejercicio de masoquismo pueril. Sin
embargo, por mucho que se repita, tal historia no tiene absolutamente nada que
ver con lo acontecido en la economía española a lo largo de los últimos quince
años. Porque nuestro problema no ha estado marcado por el comportamiento que
Jean de La Fontaine atribuía a la cigarra. En realidad lo que ahora sabemos sin
ningún genero de dudas es que el paisaje de la economía española ha estado
poblado de hileras de hormigas: sólo hormigas…. avanzando por hileras
equivocadas.
Lo prueba el hecho de que la parte predominante del gasto realizado durante la década
anterior a la crisis no fue en consumo, sino en inversión, tanto pública como
privada. Hay que recordar que la tasa de inversión de la economía española
durante el período 1995-2008 estuvo a la cabeza de todos los países de la OCDE,
en varios momentos de una forma destacada (en torno al 26 % del PIB en 2005).
La inversión en bienes de capital para el conjunto de ese período más que dobló
la media de la UE-15. Ese impulso de la formación de capital fue, al cabo,
decisivo para que España consiguiera encadenar catorce años de crecimiento
económico ininterrumpido.
Pero detrás de todo eso había dos gravísimos problemas que por entonces merecieron escasa
atención. El primero radicaba en cómo se financiaba ese gasto: estando el
esfuerzo inversor muy por encima de lo que los españoles conseguían ahorrar, no
quedaba más remedio que acudir a los por entonces fluyentes y superabundantes
mercados internacionales de capital, los cuales, por cierto, acudieron alegres
a lo que por entonces consideraron –y durante años lo fue- un gran botín: el
que resultaba de financiar las grandes y pequeñas obras de inversión en las que
se afanaban las hormigas españolas. Así se fue formando nuestra bomba de deuda.
El segundo problema estuvo en el error radical en la selección de las actividades económicas sobre
las que se habían de fijar las prioridades del esfuerzo inversor. Y aquí todo
olía a tragedia, pues lejos de favorecer de un modo consistente la innovación y
la formación del capital humano, lejos de apostar decididamente por sectores
nuevos y de futuro, casi todo se fue en enormes inversiones en parque de
viviendas y en grandes obras de infraestructuras. En términos generales, ni
unas ni otras fueron tan inútiles como ahora por todas partes se oye decir,
pero su desmesurada escala –que en 2007 rayaba los límites de la locura- acabó
por ser causa principal del desastre que ahora nos rodea. Un desastre en el que
poco ha tenido que ver ese animalito cantarín al que satanizamos bajo el nombre
de cigarra.