A ORILLAS DE LA CIFRA
Xosé Carlos Arias
Políticas monetarias: hacia
una nueva agenda
Fuera de las
cabezas de algunos banqueros centrales, pocos elementos permanecen de lo que
fue la idea principal de política monetaria durante al menos dos décadas, hasta
el año fatal de 2008. Recordemos brevemente en qué consistió aquella idea: 1)
la estabilidad de precios –con máximos de inflación del 2 %- fijaba la
referencia para el conjunto de la estrategia macroeconómica, convirtiéndose en
el objetivo absoluto, y con frecuencia exclusivo, de las políticas monetarias.
2) La estabilidad de precios se entendía como sinónimo de estabilidad económica
general y garantía de finanzas equilibradas. 3) la credibilidad del banco
central era la clave de bóveda para alcanzar los objetivos anteriores, para lo
cual era imprescindible su máximo grado de independencia del poder político.
Este esquema
dio resultado durante bastante tiempo, o al menos eso se pensaba por entonces,
lo que permitió que los banqueros centrales se convirtieran en figuras
reverenciales, por encima del bien y del mal, cuyas opiniones casi nadie se
atrevía a discutir (el ejemplo de Alan Greenspan es paradigmático). Sin
embargo, por debajo de todo eso –o mejor sería decir: delante de las narices de
esos falsos oráculos- se fue formando la gran bolsa de las finanzas
desmesuradas y fuera de control, cuya explosión nos ha traído la cadena de
desastres que aún nos atribula.
Por eso, muy
poco después del accidente de Lehman Brothers, y ante la amenaza muy cierta de
que sobreviniera “una nueva Gran depresión”, las políticas monetarias
experimentaron una radical transformación: conocedores de que el gran problema
al que se enfrentaban era un gigantesco shock
de crédito –una verdadera “trampa de la liquidez”- los bancos centrales no
solamente bajaron con intensidad sus tipos de interés, sino que recurrieron a
procedimientos extraordinariamente heterodoxos –en relación con lo que fueron
sus prácticas durante las décadas precedentes- en materia de expansión
cuantitativa de los medios de pago.
Es cierto que
también en materia de políticas fiscales sobrevino de inmediato una gran
heterodoxia, con la introducción discrecional de estímulos masivos. Pero ya se
sabe que esa orientación, sobre todo en Europa, no duró mucho: a partir de la
primavera de 2010 la prioridad de esa política viró radicalmente hacia la
consolidación presupuestaria. Las políticas monetarias, en cambio, aún con
altibajos, mantuvieron una línea de continuidad expansiva básica: puede decirse
que fueron esas políticas las que, para el conjunto de los años de crisis,
llevaron la carga de la lucha contra la siempre presente amenaza de recesión.
Aunque no todos los hicieron con igual firmeza y coherencia: si la Reserva
Federal o el Banco de Inglaterra supieron comportarse casi en todo momento como
verdaderos prestamistas de último recurso, es bien sabido que el BCE alternó
fases de positivo activismo con otras de letal inhibición.
¿Y ahora?. La opinión más general
apunta a que las estrategias monetarias no pueden sino seguir siendo muy
expansivas, al menos hasta 2015. Pero caben muchas dudas sobre su eficacia,
sobre todo por un motivo: están muy cerca de agotar sus márgenes de posible
actuación: en el caso de los tipos de interés el recorrido a la baja es casi
inexistente en la mayoría de los casos, y la expansión cuantitativa ha llevado
a la Reserva Federal, por ejemplo, a una triplicación de su balance, a un ritmo
que es imposible de mantener por mucho tiempo. En esas condiciones, pónganse como se pongan los doctrinarios de la austeridad, no va a
quedar más remedio que ceder protagonismo a una cierta idea de política fiscal
activa, si se quiere evitar el precipicio de una fuerte recesión.
Pero es
interesante destacar que, además de estas consideraciones sobre el presente y
futuro inmediato de las políticas monetarias, a lo largo de los dos últimos
años se ha registrado un importante debate sobre cómo debe recomponerse su
agenda de fondo, en una perspectiva más de largo plazo. Sobre este punto, son
particularmente recomendables los trabajos recientes del equipo de
investigación del Banco de Pagos de Basilea (sobre todo uno titulado “Central Banking Post-crisis”), así como
los de un comité del norteamericano Instituto Brookings, del que forman parte
economistas tan destacados como Rodrik, Rogoff o Reinhart (“Rethinking Central Banking”). Pues bien,
un nuevo consenso va emergiendo en el que destacan tres importantes novedades:
el objetivo de la política monetaria debe ir más allá de la estabilidad de
precios, y centrarse en el producto nominal; la política monetaria debe
integrarse con la regulación financiera; y es necesario avanzar en la
coordinación efectiva entre las autoridades monetarias nacionales.
Hay otra
serie de cuestiones, tal vez más importantes que las anteriores, sobre las
cuales no hay consenso, pero sí vivos debates e innovaciones teóricas (que
desde luego no existían antes de la crisis). También aquí mencionaremos tres:
la necesidad de ampliar la idea de estabilidad de precios hasta un 4 o un 6 %;
la exigencia de límites al principio de independencia de los bancos centrales;
y la introducción de algún tipo de controles sobre los flujos transnacionales
de capital. Se trata de cuestiones abiertas y de gran calado, sobre las cuales
seguiremos oyendo hablar, y cada vez más alto, durante los próximos años.